sábado, septiembre 20, 2008

LA IMPRESIÓN DE LAS LLAGAS DE SAN FRANCISCO


El año 1224, después de renunciar San Francisco a ser Ministro General y haber admirado al mundo con sus virtudes y milagros, se retiró al monte Alberna, donde pasó su cuaresma de San Miguel. Una mañana, en Septiembre, hallándose en oración, se sintió tan abrasado en incendios del divino amor y con deseos de imitar a Jesús crucificado, que de repente vio bajar de lo más alto del Cielo un serafín en figura de Cristo crucificado, que en rapidísimo vuelo vino a dispararse sobre él, y después de la visión dejó en su corazón una impresión maravillosa, y al mismo tiempo en el cuerpo las misteriosas llagas en los pies, manos y en el costado. Ocultó San Francisco esta maravilla por algún tiempo; pero después hizo Dios que las manifestase, para su mayor gloria, con varios milagros. Así lo confirma nuestra Santa Madre la Iglesia, al haber autorizado Oficio y Misa propios para conmemorar el milagro de la Impresión de las Llagas de Jesucristo en el cuerpo de San Francisco.
Subida al monte de la Verna
(Julio-agosto, 1224). Si Francisco visitó el
eremitorio de la Verna antes de 1224, de ello no hay memoria alguna. Es más, a juzgar por lo que cuentan los biógrafos, se diría que sólo estuvo allí ese año. Se dice, en efecto, que Francisco salió de Asís con algunos compañeros y tomó el camino que sube por el valle superior del Tíber. Después de pasar una mala noche en el eremitorio de Montecasale, sus compañeros contrataron a un campesino de la villa de Tiso, para que los acompañara con su jumento hasta La Verna. "Eres tú Francisco, de quien todos hablan", le preguntó el buen hombre, nada más verlo. "Sí, soy yo", le respondió él. "Pues procura ser tan bueno como la gente cree que eres, y no la defraudes", sentenció el labriego, lo que hizo que el santo se apeara enseguida del burro y le besara los pies.
Era casi a mediados de agosto. En la subida, el calor se hacía insoportable y el campesino, muerto de sed, pedía a gritos un poco de agua. "Vete allí y la encontrarás -le dijo Francisco- El Señor la ha hecho brotar para ti". Así fue; y añaden los cronistas que en aquella ladera nunca hubo manantial alguno.
Cerca ya del eremitorio, el grupo se detuvo a descansar bajo una encina y, mientras el santo contemplaba el lugar, se vió rodeado de una multitud de pájaros de toda especie, que manifestaban su alegría con sus trinos y el batir de alas. Alguno incluso se posó sobre él, lo que hizo exclamar: "Me parece que el Señor le agrada que vengamos a este monte". Reemprendida la marcha, enseguida llegaron a un repecho cercano a la cima, donde vivían no más de dos o tres compañeros, en un pequeño eremitorio rodeado de bosques, al borde de una enorme grieta en las peñas, desde donde se divisaba un espectacular panorama.
El conde Orlando, apenas supo de la llegada del santo subió a saludarlo y, a petición suya, ordenó a sus hombres que le hicieran una choza o celda al pie de un haya grande, al borde del precipicio y como a un tiro de piedra del oratorio. Al despedirse, esa misma tarde, el conde se ofreció a los hermanos para lo que necesitaran, de modo que pudieran dedicarse enteramente a la oración, libres de preocupaciones, pero Francisco después, a solas, aconsejó a los suyos que no tuviesen muy en cuenta su generoso ofrecimiento, alegando que "hay un contrato entre el mundo y los frailes menores: vosotros le debéis buen ejemplo y él, a cambio, os debe el sustento; mas si un día faltaseis al compromiso, el mundo, con razón, os volverá la espalda".

Y añadió: "Tengo intención de quedarme aquí, sólo con Dios y llorando mis pecados. No permitáis que se me acerque ningún seglar. Responded vosotros por mí. Fray León me traerá algo de comer, cuando lo crea conveniente".

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