martes, diciembre 25, 2007


I – LAS CONSECUENCIAS DEL PECADO ORIGINAL

Al leer el Génesis, causa tristeza la historia del primer pecado del hombre, sobre todo al reparar que ahí surgió la fuente de la paulatina brutalidad esparcida sobre la Tierra.
Al comienzo, el equilibrio moral de nuestros primeros padres, Adán y Eva, era vigorosamente fuerte y sólido, ya que “fueron constituidos en un estado «de santidad y de justicia original» [...] El hombre estaba íntegro y ordenado en todo su ser por estar libre de la triple concupiscencia, que lo somete a los placeres de los sentidos, a la apetencia de los bienes terrenos y a la afirmación de sí contra los imperativos de la razón” (1).
Para romper esta barrera y arrojar la humanidad a un maremágnum de desórdenes no hizo falta, de hecho, más que un solo pecado: el original.

El pecado lleva a la idolatría

“Desde este primer pecado, una verdadera invasión de pecado inunda el mundo: el fratricidio cometido por Caín en Abel; la corrupción universal, a raíz del pecado” (2). Por eso el mal se difundió a todas partes con creciente voracidad, hasta confirmar lo que escribía el poeta romano Plautus, cuando menciona las relaciones entre los seres humanos en la sociedad de su tiempo: “Homo homini lupus” (3).
El hombre no tardó mucho en reemplazar al Dios verdadero —su compañero de conversación y paseo en las tardes del Paraíso— con falsos dioses, ídolos materiales, sin vida. No le faltaba fundamento a Horacio cuando ridiculizó esta apostasía con la voz de uno de tales dioses, Príapo (dios de la masculinidad y la fertilidad): “Hace un tiempo yo era el tronco de una higuera, leño inútil, cuando el artesano, preguntándose qué haría de mí, si una banca o Príapo, prefirió que me convirtiera en el dios” (4).

Los hombres quieren hacerse adorar

La idolatría no solamente reclamó para sí figuras materiales, sino que prolongó el delirio hasta el endiosamiento de ciertas personalidades. Gobernantes sin cuenta se hicieron adorar por sus súbditos; el título Augusto, otorgado por el Senado romano al emperador Octavio, muestra el desequilibrio espiritual de aquella época.
Mención aparte merece la “proskynesis” (besar el suelo de parte de los súbditos, ante el soberano). Alejandro Magno ofreció un ejemplo clamoroso en este sentido, puesto que“con la ‘proskynesis' [...] exigía el reconocimiento de que oficialmente, en su calidad de rey[...]no era ya un hombre sino un dios. En otras palabras, cuando Alejandro exigió que griegos y macedonios se postraran a sus pies y besaran el polvo frente a él, quería que lo reconocieran como dios” (5).
Por detrás de estas prácticas se encontraba, evidentemente, la idolatría al propio Satanás, denunciada por san Pablo en su primera Carta a los Corintios. “Fijaos en Israel según la carne. Los que comen de las víctimas ¿no están acaso en comunión con el altar? ¿Qué digo, pues? ¿Que las carnes sacrificadas a los ídolos son algo o que los ídolos son algo? Antes bien, digo que los gentiles ofrecen sus sacrificios a los demonios y no a Dios. Y no quiero que entréis en comunión con los demonios. No podéis beber de la copa del Señor y de la copa de los demonios. No podéis participar de la mesa del Señor y de la mesa de los demonios” (1 Cor 10, 18-21).

Infame humillación a las mujeres

Como no podía dejar de suceder, semejantes cultos iban acompañados con depravaciones abyectas, por ejemplo la “prostitución sagrada” perpetrada al interior de templos babilónicos y asirios, de acuerdo al relato de Heródoto (6). La misma costumbre era usual en los templos de Afrodita, en Grecia, de Venus, en Roma, y de Astarté, en Siria.
¿Cuál era la fuente “vocacional” de esas “sacerdotisas”? Basta recorrer los números 181 y 182 del conocido “Código de Hammurabi” (aprox. 1793 a 1750 a. C.) tan celebrado por algunos historiadores, para conocer la reglamentación que debían acatar los padres en la donación de sus hijas a los templos. Heródoto refiere además que en Babilonia todas las mujeres nativas, sin excepción, debían pasar al menos una vez en sus vidas por esa infame humillación en el templo de Melita (7).
Esta horrorosa costumbre era rigurosamente observada también en la isla de Chipre. Lo mismo se daba en Fenicia entre los adoradores de Baal; en Frigia con el culto a Cibeles y Atis; sin olvidar el Olimpo, a cuyos dioses se atribuían no pocos robos, parricidios, raptos, incestos, infanticidios, etc.

Horrores en el trato a los niños

Si se daba un trato injusto y brutal a las mujeres, no era mejor el que recibían los niños. Heródoto informa de horrores cometidos en esta materia, como la pedofilia que Grecia permitía legalmente a los tutores de niños, una práctica imitada luego en Persia (8).
Un famoso historiador francés describe cómo se consideraba a los niños nacidos con defectos: “El Estado tenía derecho a no tolerar que sus ciudadanos fueran deformes o malformados, por lo cual ordenaba al padre cuyo hijo naciera en tal situación, que le diera muerte. Esa ley estaba presente en los antiguos códigos de Esparta y de Roma” (9).

Falta de amor en la familia

En cuanto a la situación familiar “los adulterios y divorcios estaban en la orden del día; había mujeres que se habían casado veinte veces” (10). Esto desembocaba en un trato social despótico e injusto. “La falta de amor en la familia condujo a la inhumanidad con los esclavos, pobres y trabajadores” (11).

Las tinieblas del pecado invadían todos los pueblos

Si pretendiéramos profundizar los recuerdos del ambiente social y moral de los últimos tiempos de la Antigüedad, sería un cuento de nunca acabar. Para lograr una síntesis de este período histórico basta pasear la mirada por el primer capítulo de la Carta a los Romanos: “Dios los entregó también a pasiones vergonzosas [...] los entregó a su mente depravada para que hicieran lo que no se debe. Están llenos de toda clase de injusticia, iniquidad, ambición y maldad; colmados de envidia, crímenes, peleas, engaños, depravación, difamaciones. Son detractores, enemigos de Dios, insolentes, arrogantes, vanidosos, hábiles para el mal, rebeldes con sus padres, insensatos, desleales, insensibles, despiadados” (Rom 1, 26.28-31).
Era la terrible noche que cubría a la humanidad de entonces, como un negro manto de tragedia, sufrimiento y dolor, fruto del pecado original. Eran escasos los que en el mismo pueblo elegido se libraban del influjo de ambición de los fariseos hipócritas, que iban al Templo por pura vanagloria y exhibicionismo, a la busca de honores. Las tinieblas del pecado cubrían a todos los pueblos y el dominio de Satanás se extendía a la tierra entera.

¿Cómo reparar tanto horror? ¿Cómo restablecer de alguna forma el antiguo orden y abrir de nuevo las puertas del Cielo? En un caos generalizado sobre la faz de la tierra, ¿dónde hallar criaturas humanas que dieran a Dios una alabanza pura e inocente?

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