sábado, junio 02, 2007

LA SANTISIMA TRINIDAD

Durante la Semana Santa hemos contemplado y meditado los misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Dios Padre había resuelto la redención del hombre, pero esa redención pasaba por la entrega de su Hijo Único al tormento de la Cruz, a la humillación.
El Hijo acepta ser considerado como "nada", con tal de cumplir a la perfección la voluntad del Padre. Su humillación quedaría de manifiesto en los distintos momentos de la Semana Santa, desde el Domingo de Ramos hasta el descenso a los infiernos. A decir verdad, la kénosis del Verbo (su anonadamiento) había comenzado ya el día de la Anunciación cuando, tomando un cuerpo, "habitó entre nosotros”.
Desde los infiernos, donde se inaugura ya el triunfo del Salvador, anunciando la liberación a los justos del Antiguo Testamento, la liturgia nos ha ido llevando a la contemplación de los misterios gloriosos de Cristo, a los misterios de la glorificación del Señor. En la Noche Santa de la Pascua, la Iglesia cantó con gozo el Pregón y el Aleluya, porque Cristo había resucitado. Y en los domingos posteriores, propuso a nuestra consideración sus distintas apariciones, hasta la entrada triunfal de Cristo Rey en la Jerusalén Celestial, que es lo que se celebra en la fiesta de la Ascensión.
La Iglesia militante no quedaría sola. Por eso, tras haber presenciado la subida de Cristo a los cielos, permaneció a la espera de la promesa del Señor, la venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés. Así nos resume San Bernardo estos misterios, en uno de sus sermones: "El Padre, por redimir al siervo, no perdona al Hijo; el Hijo por él se entrega a la muerte gustosísimamente; uno y otro envían al Espíritu Santo; y el mismo Espíritu Santo pide por nosotros con gemidos inefables”.
En este día solemne, la Iglesia quiere festejar y celebrar en conjunto a las tres Personas divinas, y al adorar la unidad de naturaleza en la distinción de las personas, les tributa "todo honor y toda gloria”.

1. "Creo en un solo Dios... "
En el Antiguo Testamento, Dios se nos revela como Padre­Creador. Es el Dios único y celoso que nos da la vida, nos educa y nos ama gratuitamente. Toda la creación y la invitación a gozar de su gloria es una especie de "capricho" divino. Nos ha creado a su imagen y semejanza. Imagen que el hombre ha deteriorado con el pecado original y que el Padre logrará restaurar enviando un Salvador.
Para cumplir su designio elige a Israel, con predilección por sobre todos los otros pueblos de la tierra. Como ama tanto al pueblo que ha escogido, lo salva de la servidumbre de Egipto y pacta con él una Alianza en el Sinaí. Pero los elegidos se resisten a cumplir los pactos. Cuando Moisés baja del Sinaí, se encuentra ante un pueblo que ha sido infiel y se ha construido un becerro de oro. Dios es único y no quiere ser compartido. Quiere que el hombre lo ame solamente a Él por sobre todas las cosas, con toda su inteligencia y con todas sus fuerzas.
Dios se revela como el único y el solo verdadero. El monoteísmo es quizás la idea central del Antiguo Testamento. Lo que no obsta a que ya entonces encontremos algunos textos que, sin dejar de proclamar la unidad de Dios, van adelantando la revelación del misterio trinitario. Así leemos en el Génesis: "Hagamos al hombre a imagen y semejanza nuestra" . Los Padres de la Iglesia han visto en ese texto la obra de la Trinidad. Vayamos ahora a la revelación plena del misterio.

2. Cristo nos revela al Padre
El hombre jamás hubiera podido, por sus solas fuerzas, llegar a conocer el misterio del Dios uno y trino. Es -en el Nuevo Testamento donde se conoce verdaderamente al Padre, por medio del Hijo, así como al Espíritu Santo, "que nos enseñará todo".
Será Cristo Quien lleve a cabo la revelación plenaria de la Trinidad. Y, ante todo,nos revela al Padre. El Padre es para el Hijo la idea principal. El no ha venido para hacer su voluntad, sino la del Padre. Nos muestra a su Padre como "nuestro Padre" en la oración dominical. Es un Padre providente, que cuida de los lirios y pájaros del campo, pero mucho más se preocupa por sus hijos. Un Padre que perdona siempre, aunque sus hijos lo abandonen y malgasten sus talentos. Un Padre que no vacila en entregar a su Hijo Unigénito a la muerte, para conquistamos como hijos adoptivos. Un Padre que nos pide el cumplimiento fiel de su voluntad para que podamos entrar en su Reino.
Es Cristo quien mejor conoce al Padre, ya que todo lo que tiene lo ha recibido de Él. Su conocimiento no es puramente especulativo, sino un conocimiento en el sentido bíblico de la palabra, es decir, un conocimiento transido de amor.
De ese conocimiento brota el celo por hacer conocer y para defender la honra del Padre, como lo manifestó al sacar el látigo y expulsar a los mercaderes del templo: "No hagáis de la casa de mi Padre una cueva de ladrones".
A lo largo de su vida pública, Jesús se nos mostró una y otra vez como el itinerario obligado para llegarse hasta el Padre: "Yo soy el camino... Nadie va al Padre, sino por mí". El anhelo más recóndito de Cristo es que lo acompañemos en la casa del Padre: "Padre, quiero que donde yo esté, estén conmigo los que tú me has dado”.

3. Cristo nos promete el Espíritu Santo
Muchas fueron las manifestaciones del Espíritu Santo antes de que Jesús lo anunciase con una promesa clara y formal.
Fue por el Espíritu Santo que el Verbo comenzó a habitar en este mundo en el seno purísimo de la Virgen. También Santa Isabel "quedó llena del Espíritu Santo", al recibir la visita de la Madre de Dios.
El Bautismo del Señor, episodio relatado por los cuatro evangelistas, es inseparable de la presencia del Espíritu Santo que allí descendió bajo forma de paloma.
Ese mismo Espíritu sigue actuando después de la Ascensión .del Señor. Santifica a los miembros del cuerpo de Cristo, es decir a los que integran la Iglesia; todo lo plenifica "renovando la faz de la tierra”. Conduce a la Iglesia, como antaño llevó a Cristo al desierto; la protege y la inspira. Así lo profetizó Cristo a sus após­toles: "No sois vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu Santo".
Ciertamente que Cristo se mostró muy cuidadoso de exaltar el papel y la dignidad de la tercera Persona de la Santísima Trinidad. Hablando un día a la multitud, dijo solemnemente: "Al que blasfeme contra el Espíritu Santo, no se le perdonará".
Cuando Jesús se despidió formalmente de los suyos en la Ultima Cena, para alentar y fortalecer sus corazones débiles les aseguró que no los dejaría solos, sino que les enviaría un Paráclito o abogado celestial. Sólo que dicho envío presuponía su retorno a la casa del Padre. En cumplimiento de dicha promesa, desde la corte celestial descendería el Espíritu Santo el día de Pentecostés para santificar a la Iglesia y guiarla hacia su consumación.
Desde niños hemos aprendido a saludar a la Trinidad cubriendo nuestro cuerpo con la cruz mientras decimos: "En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo". Fueron quizás las primeras palabras religiosas que nos enseñaron nuestros padres. Hagamos de este misterio el centro de nuestra vida. Pensar en la Trinidad es pensar en el cielo. Como dice San Agustín, "allí descansaremos y veremos, veremos y amaremos, amaremos y alabaremos; tal será el fin sin fin". Que esta solemnidad nos lleve a desear la felicidad eterna, al tiempo que nos anime a practicar las virtudes y a perseverar en el bien. No olvidemos que las tres Personas divinas están presentes en nuestra alma por la gracia. Dirigiéndonos a ellas, hagamos nuestra la solemne doxología que pronuncia el celebrante en la Santa Misa: "Por Cristo, con él y en él, a ti , Dios Padre todopoderoso, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda..gloria". Así sea.
Fuente: Palabra y Vida, AAVV, Gladius
Dios Padre, que al enviar al mundo al Verbo de verdad y al Espíritu de santidad, revelaste a los hombres tu misterio admirable; concédenos que al profesar la fe verdadera, reconozcamos la gloria de la eterna Trinidad y adoremos a la unidad de su majestad omnipotente. Por nuestro Señor Jesucristo…
Amén.

No hay comentarios.: