viernes, abril 06, 2007

La Pasion de Cristo como documento humano.

Se rememora estos días la Pasión de Cristo. Es el documento máximo de la Cristiandad, del pensamiento religioso, que informa la mejor civilización humana. Pero es también uno de los más aleccionadores documentos de la Historia desde el simple punto de vista humano, para conocer el movimiento dramático de ideas y pasiones que producen, invariablemente, las grandes catástrofes y las grandes injusticias.

Para la escuela histórica, para los relativistas de ayer, toda la Historia había que estudiarla en función de las circunstancias exteriores de tiempo, lugar, raza, medio ambiente. Todo se explicaba por accidentales cadenas de causas y concausas. Pero, para las mentes clásicas, las cosas tienen otra sustantividad: todo se explica por realidades más permanentes, invariables y humanas. Hay, sí, revoluciones, y guerras, y pueblos, y hombres; pero hay, por encima de todo, la Revolución, y la Guerra, y el Hombre, y el Pueblo. Bajo palmeras ardientes o sobre sábanas de hielo, hay un juego eterno de posturas, concupiscencias y debilidades, que es la última maquinaria de todas las marionetas históricas del proceso de Sócrates o de la Revolución Francesa; de Alejandro o Napoleón... Y Cristo, que quiso hacer toda su gran tarea sobrenatural, acelerando y forzando, pero no destruyendo la Naturaleza, no quiso excluir del proceso de su Pasión y Muerte todo este humano y genérico movimiento psicológico. De aquí ese gran valor de lección y documento humano.

Todo está en su sitio, cumpliendo su monótono oficio histórico en la Pasión de Cristo. El milagro de la resurrección de Lázaro, el más portentoso obrado por Jesús, señala el punto de arranque. Es la cumbre que inicia la pendiente. Siempre hay un nombre sonoro antes del capítulo del desastre. ¿Austerlitz? ¿Abisinia? ¿París? [¿Las Torres Gemelas?]... El Domingo de Ramos fue un eco del milagro de Lázaro. Siempre hay una entrada triunfal antes de una crucifixión... ¿Por qué?

El Evangelio lo cuenta con sencillez. Al ocurrir el milagro de la resurrección de Lázaro, la muchedumbre se divide en dos partes. La ingenua y sencilla, cree y se entusiasma: empieza ya a cortar los ramos del Domingo. La partidista y política, se preocupa: empieza ya a buscar los clavos del Viernes... Y no puede quitarse una sílaba de esos adjetivos, que son los que explican su decisión: «política», «partidista». «Muchos creyeron en Él» -dice el Evangelista-. «Otros acudieron a los fariseos y les dijeron las cosas que hizo Jesús». No negaban estas cosas, no disimulaban el portento: al revés, hacían de él base y resorte de la reacción. He aquí una postura psicológica eterna que se llama «espíritu de partido». Húndase todo con tal de que subsistan los principios: óbrese con rapidez contra eso, no porque no tiene razón, sino porque tiene tanta razón, que nos perjudica.

En este mismo movimiento, típicamente partidista y político, se mantiene la Asamblea de Jerusalén, donde secretamente se decide la muerte de Jesús. Los fariseos se preguntan: «¿Qué hacemos? Porque este Hombre hace muchos portentos. Si le dejamos obrar, todos creerán en Él». Esas son las palabras del Sanedrín, textualmente transcritas en el Evangelio. El espíritu de partido es en sus conciliábulos íntimos tremendamente sincero. No niega el portento y la verdad; confiesa que le estorban: «Si la nación prospera, no podremos imponer nuestros principios»; «Si los hombres siguen felices, no lograremos agitarlos». Esta sigue siendo la dialéctica de la revolución.

Y luego el silbo taimado de Caifás: «¿No comprendéis que es conveniente para vosotros que muera un solo hombre por todo el pueblo?». Siempre acaba triunfando esta cicatera e interesada cantariña de vidas y sangres. Siempre se acaba tasando en menos que una teórica vida colectiva, institucional y política, la vida del duque de Enghien, de Matteotti, de unos cuantos hugonotes o de unos cuantos frailes... Y desde ese momento ya no queda más sino que la minoría que se ha decidido actúe como levadura sobre la masa; en gran parte sobre la masa misma del Domingo de Ramos, que acabará el Viernes gritando: «¡Crucifícale!»...

Todo es cuestión ya de un poco de cerrazón y monotonía en el grito. Siempre habrá un Pilato que acabará lavándose las manos. Porque la última instancia de la catástrofe, invariablemente, corre a cargo de la debilidad. En el esbozo de eternas fuerzas psicológicas del Evangelio, siempre es la dejación el pecado último de la autoridad. Ni Pilato hubiera por sí condenado a Jesús, ni Herodes Antipas a Juan, el Precursor. El pecado de uno fue escuchar los gritos de la plebe; el del otro, atender los enredos de las mujeres. En toda catástrofe histórica, el último gesto es la relajación de una mano que se cansa y se aburre.

Este es el documento divino de la Pasión de Cristo. Y este el documento humano de todas las necedades e injusticias de la Historia.
Fuente: "La Pasión según Pemán", EDIBESA

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