viernes, mayo 01, 2009

El Padre Pepe

 No sólo el periodista no será el mismo después de esta experiencia sino  también los que la leemos. Es una nota conmovedora que nos hace llorar y  tomar consciencia de nuestra realidad. Y no dejemos de rezar.  ¡¡ Abrazos!! 
 El párroco de la calle de la muerte  Jorge Fernández Díaz > LA NACION  Días atrás, LA NACION estuvo en la villa 21 con el padre José Di Paola, uno  de los sacerdotes que a comienzos de mes declararon que la droga estaba
 despenalizada "de hecho" en las villas. Ayer, el cardenal Bergoglio denunció  que uno de esos curas fue amenazado de muerte. Esta nota cuenta la lucha de  Di Paola para recuperar a chicos que han caído en el paco.
 "Che,dale, déjense de joder -dijo el hombre-. Si ya les dimos la guita..."   Estaba en el piso, rodeado de chicos de ojos turbios y revólveres negros, y  se refería al pago del peaje que usualmente le cobraban para entrar en la
 villa 21.
 El hombre se llamaba Angel, tenía 66 años y era repartidor. Siempre pagaba  para entrar a hacer su trabajo y ahora querían cobrarle también la salida.  "Callate, viejo, porque te pego un tiro", le respondió uno de los chicos, y
 como vio que Angel quiso incorporarse para tratar de hacerlo entrar en  razones, le disparó directamente a la cabeza. Fue un balazo seco. Angel  quedó tendido en esta misma calle, Osvaldo Cruz, por la que camino ahora con
 el corazón en la garganta.
Cuando le di la dirección al remisero que me llevaba, se puso blanco. Me  rogó que no lo obligara a entrar por esa calle de Barracas en esa ciudad de  la  pobreza donde viven más de 45.000 personas. Un policía que no tiene
 jurisdicción  en la villa me hace la gauchada de acompañarme hasta la  parroquia. Mientras caminamos por esa calle todos nos miran. El policía va  contándome historias oscuras, muy oscuras. Hace muchos años que no tengo
 tanto miedo y siento una vergüenza íntima. Cuando era cronista policial, no  tenía miedo a nada, pero eso pasó hace mucho tiempo, de una villa son gente   trabajadora y noble: los hombres se ocupan como albañiles o vendedores 
 ambulantes, y las mujeres, como empleadas domésticas. También sé que esa  gente sufre más que nadie la inseguridad, y que la miseria envilece. Pero no  puedo evitar pensar en ese 5% que integran los asaltantes, los traficantes y  los adictos desesperados. Yo no cuento con más armas que mi libreta negra y  mi mochila, donde llevo recortes de prensa: una reciente cacería humana   durante la que asesinaron a cinco personas, ajustes de cuentas entre bandas   rivales, homicidios solitarios por alguna bronca y  revelaciones   escalofriantes de un cura.
Todos le dicen padre Pepe, pero se llama José María Di Paola, tiene 46   años, oficia de coordinador del Equipo de Sacerdotes de Villas de Emergencia   y es el párroco de la calle de la muerte. Hace unas semanas puso la cara en
 una conferencia de prensa, para explicarle al país que el problema no eran   los  habitantes de la villa, sino el narcotráfico y la inacción completa del  Estado y la Justicia. Muchos niños y adolescentes portan armas y consumen
 droga sin que nadie persiga a los traficantes, y entonces hacen de la villa  tierra propia, es decir, tierra de nadie. Los sacerdotes hablaban en defensa  de los propios pobladores de sus comunidades, que ven con impotencia la
 llegada de la peor de las plagas: el paco.
 Hace cuatro o cinco años la "pasta base", que antes era un mero desecho   químico de la cocaína, se transformó en una mercancía de primer orden y se   masificó en las zonas marginales. El paco cuesta muy barato y su consumo
creció un 200% en la Argentina. A sus consumidores primero los pone  eufóricos y luego fisurados; no tarda en volverlos adictos. Rápidamente,  entran en una fase de alucinaciones, paranoias y agresiones salvajes. Se los
 conoce como los "muertos vivos". Son como vampiros de un elixir que se  mezcla con viruta de metal y ceniza, que se arma con latas agujereadas y que  conduce a la muerte cerebral en seis meses. La "latita" los vuelve   erráticos y violentos, y la desesperación por conseguir dinero, en asesinos   voraces. El paco rompió todos los códigos de convivencia. Hasta los códigos  de los mismísimos "pibes chorros". En cualquier esquina de Buenos Aires   puede verse a los "muertos vivos" vagar sin rumbo, o tirados en una vereda.  A veces, un chico pacífico cambia de pronto de personalidad y comete un  crimen sangriento por dos monedas.
En ocasiones, los miembros de una bandita actúan como pirañas, atacan  todos juntos a cualquiera, lo golpean y lo desvalijan en segundos en busca  de recursos para seguir comprándoles a los vendedores de paco las dosis de
 esa misma tarde.  Me intriga cómo hace para vivir y luchar contra esta legión de problemas   el párroco de la calle Osvaldo Cruz. Cuando entro en la sombra de un  edificio humilde, con una iglesia y un patio techado y un aula donde varias  mujeres hacen un taller de cerámica, me recibe un arcángel desgreñado.  Es un hombre curtido de pocos dientes y de una dulzura inexplicable, un  ayudante de Dios. "Tiene que esperarlo un rato", me aclara. Hago fila con
 damas taciturnas, y siento que lentamente me vuelve al alma al cuerpo.  Imagino afuera a los "muertos vivos" esperándome, pero ahora siento que no  se atreverán a pisar tierra santa. Es un pensamiento irracional, que de
 nuevo me avergüenza, pero no puedo evitarlo.  Pasan algunos minutos y aparece un chico corpulento vestido con una remera   y tocado por una gorra puesta al revés. Trae cara de pocos amigos, y aunque  le cedo amablemente mi lugar no me lo agradece. Tiene la mirada dura. El   padre Pepe sale de su despacho y le entrega una llave. "Lo estamos   recuperando del paco -me explicará después a solas-. Está en plena lucha."   Pepe parece más joven de lo que es. A una amiga que lo vio en las fotos de  los diarios y en los noticieros televisivos, se le escapó un piropo: "Es muy  fachero, parece un cura Calvin Klein". La impresión personal le quita   glamour : Pepe usa una modesta camisa azul de cura con clergyman y unos  jeans gastados, tiene pelo largo y barba, y habla sin ego ni énfasis.
Al entrar en su diminuta oficina veo un póster que dice "el hambre es un  crimen" y la pared abarrotada de fotos. Entre todas descubro a la Madre  Teresa y al padre Carlos Mugica, y unos versos anónimos que terminan con una
advocación significativa: "Tu me enseñaste que el hombre es Dios, y un pobre   Dios crucificado como tú. Y aquel que está a tu izquierda, en el Gólgota, el  mal ladrón, también es un Dios".   El gladiador vive en una casita trasera y, cuando no hay tiros ni dramas, se   duerme a la medianoche leyendo estudios sobre las adicciones. Se despierta a
 las seis y media de la mañana, se ceba unos mates y se queda cuarenta  minutos rezando el breviario. Recién después comienza a caminar el día. Sus   padres viven en Burzaco, pero Pepe fue a un secundario de Caballito. Era un   muchacho de clase media subyugado por la tarea evangélica del capellán. Iba  caminando a Luján, participaba de grupos cristianos, hacía tareas sociales y  dudaba entre ser cura o abogado, entre el Evangelio y el Código Penal. Al  final terminó en el seminario y se recibió en la Facultad de Teología de la  UCA. Es un ochentista,parte de la generación de las Malvinas, y nunca vio  como un asunto ideológico su "opción por los pobres". Admira tanto a Mugica  y Angelelli como a Don Bosco y Bergoglio. Antes de llegar a la villa 21 pasó  por Ciudad Oculta. Cuando le propusieron ocupar la parroquia de esa calle  muchos le preguntaban si estaba castigado. Llegó en 1997, con la idea de  armar trabajos de prevención de la droga y la violencia, y también para  organizar a los más jóvenes. Y se encontró con un panorama amenazante y  desolador. Había desconfianza, desintegración y violencia. Tuvo en esos
 primeros tiempos miedo físico y espiritual. Todas las noches se iba a dormir  con la misma pregunta: "¿Qué más puedo hacer? ¿Qué más puedo hacer, por   Dios?" No ha dejado de preguntarse lo mismo en estos doce años.
 Necesitaba cohesionar y la mejor ocurrencia tuvo que ver con la Virgen de  Caacupé. Cuenta la leyenda que en este pueblo del Paraguay había un nativo  que era artista de la madera, y que un día se internó en la selva en busca
> de los mejores materiales y que se sintió rodeado por miembros de la  peligrosa tribu de los mbayas. Fue entonces cuando el pobre hombre se  arrodilló y le prometió a la Madre de Cristo que esculpiría su imagen si  salvaba su vida. El escultor se hizo de pronto invisible por la gracia de  Dios y cumplió su promesa al construir la Virgen más venerada del Paraguay.
La mayoría de los habitantes de la villa 21 eran y son paraguayos, y Pepe  entendió que era decisivo traer a la Inmaculada a este lugar. El santuario  es de 1765 y el párroco no paró hasta que logró enviar a una comisión a
buscar una réplica. La llegada a Buenos Aires fue apoteótica. Se hizo una  misa en la Catedral y luego una muchedumbre marchó con la Virgen de Caacupé  en una larga procesión a pie desde el Centro hasta Barracas, parando en  distintas parroquias hasta alcanzar al final su nuevo y definitivo hogar,  esa pequeña iglesia de la calle Osvaldo Cruz donde el padre José Di Paola  esperaba, con miles y miles de devotos de la villa 21, la entrada de la
sagrada imagen.  Fue un momento emocionante y decisivo. Esa imagen de la Virgen articuló  la devoción y permitió crear la base del milagro.  Di Paola y tres camaradas sacerdotes comenzaron a llevar el catecismo a  las casas, abrieron capillas, organizaron escuelas de deportes y una escuela  de oficios. Formaron un grupo de cuatrocientos hombres que militan y  trabajan en tareas comunitarias, y convirtieron a cientos de adolescentes en  niños exploradores. Los llevaron a campamentos en la provincia de Buenos  Aires y también los hicieron viajar a Tandil y a Bariloche. Jamás hubo en  ninguna de esas excursiones la más mínima inconducta. El padre Pepe sabe que
 el noventa y cinco por ciento de los villeros son honrados y pacíficos.  Pero sabe también que el noventa por ciento de los delincuentes provienen  de las villas y que esa inmensa minoría estigmatiza las barriadas pobres y  deforma la verdad. Decir que los pobladores de una villa son ladrones  equivale a pensar que todos los habitantes de San Isidro son ricos. En San  Isidro hay, además de medio pelo y clase media pauperizada, varias villas  miseria. No se imagina Di Paola regresando a un barrio porteño, donde las   relaciones son tan individualistas y donde todos practican el autismo y la  indiferencia. En su comunidad hay tragedias inconmensurables, pero también  solidaridad, calidez humana, un amor límpido y desbordante. Una cosa es  darle un plato de comida a una persona que tiene hambre. Otra muy distinta,  y mucho más valiosa, es darle la mitad de tu plato, la mitad de tu pan, la  mitad del cuarto de tu vivienda, la mitad de lo poquísimo que tenés. "Dar  -decía la santa de Calcuta-. Dar hasta que te duela."  Los policías, los jueces, los ministros. Todos brillan por su ausencia en  la villa 21. La droga está despenalizada y el paco es un tsunami. Con el  paco pierden todos, me dice. Se nota un toque de angustia en su cara serena.  Es un hombre que ha llorado mucho y al que se le han secado las lágrimas. Se  le confunden en la memoria las palizas, los robos, las violaciones, los  tiroteos y las muertes que vio. No quiere hablar de eso. Pero la epidemia de  los "muertos vivos" lo tiene anonadado. Nadie hace nada. Todos prometen  fondos y ayuda, hablan en los diarios y en la televisión, pero sólo del  gobierno vasco logró un pequeño subsidio. Y con ese dinero insuficiente  inició un centro de recuperación de adicciones: una salita de día, una  granjita y una casa de medio camino, desde donde intentan que los  recuperados se inserten de nuevo en la sociedad y no vuelvan a caer. Todo   con ayuda de voluntarios, mangueando remedios y a veces haciendo el milagro   de la multiplicación de los medicamentos. Puré de clonazepan para chicos  alterados que quieren dejar de ser zombis.  Tiene en estos momentos ocho chicos camino de reconvertirse a sí mismos en
 personas. Ocho. Allá afuera hay dos mil "muertos vivos". Nacen y mueren  varios de ellos todos los días. No puedo dejar de pensar que es un marinero   en un bote perforado sacando agua con una cucharita.  
Me muestra una foto de Pablo, un pibe violento que había sido esclavo del   paco y al que, con muchísimo esfuerzo, Pepe fue rescatando del infierno.  Pablo posa junto a un Jesús crucificado. Posa con orgullo. Di Paola le dijo  que a él lo mandaban a un retiro espiritual quince días a Córdoba y le pidió  que en esas dos semanas no saliera de su casa. "No salgas, Pablo, aguantame  que vuelvo -le dijo-. No corras riesgos. No salgas." Pero al cuarto día
 Pablo se sintió fuerte y confiado, y salió a caminar por la villa. Y sus   antiguos enemigos lo acribillaron a balazos en la calle.  Cuando el padre Pepe regresó a su casa en la 21 y se enteró del asesinato,  se dobló de dolor y le flaqueó seriamente la fe. No la fe en Dios. Sino la  fe en sus propias fuerzas, en la tarea de achicar el agua con una cucharita
en medio de un maremoto. Pero, luego, el gladiador se levantó de ese  desasosiego, se abrochó el clergyman y siguió adelante. Sembrar, sembrar,  sembrar, se dice. Caerse y levantarse. Pero está muy solo. Unicamente lo
 acompañan sus feligreses, que lo adoran, los otros curitas y su obispo.  El cardenal Bergoglio lo visita seguido. Viene en colectivo hasta la villa  y confraterniza con los hombres y mujeres de la capilla de la Virgen de  Caacupé.
Una tarde, el hombre que hace cuatro años pudo haber sido papa estaba  charlando con un grupo grande de albañiles, Uno de ellos se paró y dijo que   hacía un tiempo le había ocurrido algo singular. Salía de una obra en un
 edificio en construcción de un barrio porteño y, al subir con sus compañeros   al colectivo, mientras hablaban en guaraní y hacían bromas, el albañil   divisó sentado en el fondo a Bergoglio. Les avisó a sus compañeros que era
 el mismísimo jefe de la Iglesia Católica argentina, pero no le creyeron. El  albañil no pudo entonces con su genio, se acercó a Bergoglio, le preguntó si era quien era y le pidió la bendición.  "Cuando bajé del colectivo, padre -declaró el albañil ante el silencio de   todos-, les dije a mis compañeros: «Qué bueno tener un obispo que vive como
 nosotros»." A Bergoglio, que es un estoico, se le llenaron los ojos de  lágrimas y lo quebró por un instante el llanto.
Una vez mataron a tiros a un vecino a la salida de una misa, en esa misma  calle por la que entré caminando y por la que Di Paola anda como si fuera  una celebridad, acaso el verdadero padre de todos, el jefe de la gran   familia. Un padre joven y fachero, que jamás se jacta de nada ni levanta la   voz, y que logró la unión en la fe de una zona populosa donde la cultura  tumbera es minoritaria.
Se escuchan mucho más polca, chamamé y canciones populares paraguayas que  cumbia villera. Aquí están las víctimas. Los traficantes de droga y los  mercaderes de armas tienen muchos billetes y viven fuera de estas barriadas.  Di Paola visita enfermos, atiende problemas, da la extremaunción, reparte  consejos y, por las noches, cuando tocan a su puerta, se pone su coraza de  tela azul y acude corriendo a la escena del crimen. Vecinos asesinados. 
Adolescentes heridos de arma blanca. Niños lastimados. Venganzas. Dramas con  gritos y sangre. Acusaciones y lamentos. El padre Pepe llega casi siempre  primero: la ambulancia del SAME tarda mucho más, porque no entra en la villa  sin la custodia de un patrullero de la Policía Federal. Y el patrullero  viene cuando puede.   Al caer la noche todo se vuelve más siniestro. La oscuridad, en la  tradición cristiana, está vinculada al mal. Y las tinieblas en la villa 21  son letales.
Pepe me está diciendo todo esto mientras vemos, por la ventana, que el  último sol se apaga. Pienso en los vampiros del paco, que me aguardan  afuera. Di Paola me lee el pensamiento. "¿Cómo viniste hasta acá?", quiere  saber. Le explico que el remise partió y le digo, haciéndome el valiente,  que no se agite: voy a irme caminando. Son cuatro cuadras hasta Vélez  Sarsfield, y ahí tomo un colectivo.   "No, no -me dice-. La salida es más difícil que la entrada." Pienso en el   repartidor de garrafas que mataron hace cuatro semanas de un balazo seco en  esta misma calle de la muerte.   Salimos del despacho y Di Paola llama al arcángel desgreñado, que viene  desde el fondo. "Llevalo hasta la avenida", le ordena.  El ayudante de Dios asiente y Di Paola y yo nos damos un abrazo. Le digo   la verdad. Le digo que fue un honor conocerlo. No sé cómo me va a llevar el  arcángel y presiento que quiere que me suba a una bicicleta, porque agarra  una y me llama desde el umbral. Vamos, me anima. Salimos a Osvaldo Cruz, y  el hombre se me pone al lado, yo junto a la pared y él caminando con la  bicicleta entre los dos. El arcángel, como una muralla o un salvoconducto  ante las decenas de ojos que nos siguen con la mirada silenciosa del  atardecer. Hay mucha más gente que antes y ya no queda un miserable rayito  de sol. En una pared hay un dibujo colorido y una oración del Gauchito Gil.  Salimos de la barriada y andamos despacio por ese corredor de asfalto que es  más oscuro que la villa misma. E l arcángel me va contando dos cosas: la  santidad del curita y la maldición del paco. Al llegar a Vélez Sarsfield veo  que mi fiel remisero me hace señas desesperadas desde la otra orilla.  También veo que sigue pálido como un muerto. Gracias, amigazo, le digo al  arcángel, y al darle la mano siento los callos y asperezas del trabajador   incansable. Ese buen hombre común, ese ayudante de Dios, es como el promedio  de todos aquellos siervos de la Virgen de Caacupé. Cruzo la avenida y el remisero me dice que estaba asustado porque yo no  salía y que no sabía si entrar o llamar al diario o avisar a la comisaría  32. Lo tranquilizo un poco. Este también es un buen tipo. Me subo a su auto   y arrancamos. Y a medida que nos vamos metiendo en el centro de la ciudad  tengo la impresión de que no puedo volver a ser yo mismo. Me pongo el reloj  y prendo el teléfono, que había escondido durante todo este tiempo para no  convertirme directamente en un blanco móvil, y las calles conocidas me
devuelven una falsa sensación de seguridad. Pero lo real y lo imaginado   durante aquel viaje al corazón de la plaga y el dolor no me abandonan. Me  persiguen un larguísimo tiempo. Nos detenemos en una esquina céntrica y yo
no puedo dejar de ver a esos tres chicos: no tendrán más de nueve años. Dos  de ellos están fisurados, arrojados en una vereda. El otro camina unos   metros con una cierta electricidad descoyuntada, errante en la sombra.
Muertos vivos cruzando la noche, pienso, y miro el reloj. A esta hora el  párroco de la calle de la muerte debe de estar caminando los pasillos de su   laberinto. Qué cura testarudo. No sabe rendirse

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