La lectura espiritual de la Biblia
2008-03-14-
Cuaresma 2008 en la Casa Pontificia
1. La Escritura divinamente inspirada
En la segunda carta a Timoteo se contiene la célebre afirmación: «Toda la Escritura es inspirada por Dios» (2 Tm 3, 16). La expresión que se traduce: «inspirada por Dios», o «divinamente inspirada», en la lengua original es una palabra única: theopneustos, que contiene los dos vocablos de Dios (Theos) y de Espíritu (Pneuma). Tal palabra tiene dos significados fundamentales: uno muy conocido, el otro en cambio habitualmente descuidado, si bien no menos importante que el primero.
El significado más conocido es el pasivo, evidenciado en todas las tradiciones modernas: la Escritura es «inspirada por Dios». Otro pasaje del Nuevo Testamento explica así este significado: «Hombres [los profetas] movidos por el Espíritu Santo, han hablado de parte de Dios» (2 P 1,21). Es, en resumen, la doctrina clásica de la inspiración divina de la Escritura, aquella que proclamamos como artículo de fe en el Credo, cuando decimos que el Espíritu Santo «habló por los profetas».
Podemos representarnos con imágenes humanas este evento en sí misterioso de la inspiración: Dios «toca» con su dedo divino -esto es, con su energía viva que es el Espíritu Santo-- ese punto recóndito donde el espíritu humano se abre al infinito y desde ahí ese toque -en sí sencillísimo e instantáneo como es Dios que lo produce-- se difunde como una vibración sonora en todas las facultades del hombre -voluntad, inteligencia, fantasía, corazón--, traduciéndose en conceptos, imágenes, palabras.
El resultado que en tal modo se obtiene es una realidad teándrica, esto es, plenamente divina y plenamente humana: las dos cosas íntimamente unidas, auque no «confundidas». El Magisterio de la Iglesia -encíclicas Providentissimus Deus de León XIII y Divino afflante Spiritu de Pío XII-- nos dice que los dos datos, divino y humano, se han mantenido intactos. Dios es el autor principal porque asume al responsabilidad de lo que está escrito, determinándose el contenido con la acción de su Espíritu; sin embargo el escritor sagrado es también él autor, en el sentido pleno de la palabra, porque ha colaborado intrínsecamente en esta acción mediante una normal actividad humana, de la que Dios se ha servido como de un instrumento. Dios -decían los Padres-- es como el músico que, tocándola, hace vibrar las cuerdas de la lira; el sonido es toda obra del músico, pero no existiría sin las cuerdas de la lira.
De esta obra maravillosa de Dios se saca a la luz, habitualmente, casi sólo un efecto: la inerrancia bíblica, o sea, el hecho de que la Biblia no contiene error alguno, si entendemos correctamente el «error» como ausencia de una verdad posible humanamente, en un determinado contexto cultural, teniendo en cuenta el género literario utilizado y, por lo tanto, exigible de quien escribe. Pero la inspiración bíblica funda mucho más que la simple inerrancia de la palabra de Dios (que es algo negativo); funda, positivamente, su inagotabilidad, su fuerza y vitalidad divina y aquello que san Agustín llamaba la mira profunditas, la maravillosa profundidad [1].
Así ya estamos preparados a descubrir el otro significado de la inspiración bíblica. Por sí, gramaticalmente, el participio theopneustos es activo, no pasivo. La tradición misma ha sabido captar en ciertos momentos este significado activo. La Escritura, decía san Agustín, es theopneustos no sólo porque es «inspirada por Dios», sino también por que «respira a Dios», ¡emana a Dios! [2].
Hablado de la creación, san Agustín dice que Dios no hizo las cosas y después se fue, sino que aquellas, «venidas de Él, permanecen en Él» [3]. Igual ocurre con las palabras de Dios: venidas de Dios, permanecen en Él y Él en ellas. Después de haber dictado la Escritura, el Espíritu Santo es como si se hubiera encerrado en ella, la habita y la anima sin descanso con su soplo divino. Heidegger dijo que «la palabra es la casa del Ser»; nosotros podemos decir que la Palabra (con mayúsculas) es la casa del Espíritu.La constitución conciliar Dei Verbum recoge también este movimiento de la tradición cuando dice que las Sagradas Escrituras «inspiradas por Dios (¡inspiración pasiva!) y escritas de una vez para siempre, comunican inmutablemente la palabra del mismo Dios, y hacen resonar la voz del Espíritu Santo en las palabras de los Profetas y de los Apóstoles» (¡inspiración activa!) [4].
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