El dolor es el bálsamo de nuestro consuelo
By Obispo J. Peter Sartain Published Oct 3, 2007
Las Bienaventuranzas: Tercera Parte
“Felices los que lloran, porque recibirán consuelo” (Mateo 5, 4).
La pérdida de un ser querido causa muchas emociones internas. ¿Quién no siente dolor en la separación, el deseo de ver al ser querido una vez más, la cantidad de memorias que llegan a nuestra mente? ¿Quién no experimenta alguna segunda opción: si sólo hubiera hecho esto o si sólo hubiera dicho esto?
Hay muchas formas de pérdida: una oportunidad desaprovechada por la indiferencia, la pérdida de un empleo, divorcio, ubicarse en una nueva ciudad y etc. Lloramos y buscamos consuelo en esos momentos también.
En esta segunda Bienaventuranza, Jesús también llama nuestra atención al luto espiritual, causado por la comprensión de nuestro pecado personal y el pecado del mundo. Esta comprensión trae dolor, vergüenza y lamentación de haber fallado la marca por una diferencia muy grande. Cuando maduramos, experimentamos diferentes etapas de arrepentimiento -estamos dolidos de nuestros pecados, porque hemos quebrado una regla y seremos castigados; dolidos porque hemos causado dolor a otros; dolidos porque hemos actuado debajo de nuestra dignidad; dolidos porque hemos ofendido a Dios.
La última etapa –dolor por haber ofendido a Dios- encierra el arrepentimiento de todos los demás. El arrepentimiento es una gracia, porque es al mismo tiempo una llamada de atención del amor de Dios: entendemos qué tan simples y desagradecidos hemos sido precisamente porque hemos venido a comprender la calidez abrumadora de la bondad de Dios. Por otra parte, hemos venido a comprender que su bondad es dirigida a ‘mí,’ y que pecando, me he separado de la familia que Él ama.
Habiendo mirado la bondad de Dios, ¿quién no podría lamentarse de haber tomado la ruta equivocada, de las elecciones egoístas, de la arrogante indiferencia por otros, la ingratitud? ¿Quién no quisiera el bálsamo del consuelo al dolor?
Jesús dijo: “Benditos aquellos que sufren.” Como la primera Bienaventuranza, nosotros no consideramos las causas del dolor –muerte, pérdida, pecado- como bendiciones en sí mismas. Al contrario, la bendición viene de nuestro destino final, tan extraordinariamente abundante que se derrama en nuestra vida terrenal. El Padre es confiable y siempre cumple sus promesas y cuando Él hace una promesa sobre nuestro destino en el Reino eterno, Él nos da un “anticipo” o “adelanto” ahora. Las promesas de Dios sobrepasan nuestras expectativas: Él no sólo dice: “aguarda el cumplimiento”; Él también dice: “Mira cómo el cumplimiento ya te afecta y te llena con esperanza.”
“…porque ellos recibirán consuelo.” Las promesas de Dios por su reino eterno se derraman en el presente. La bienaventuranza de aquellos quienes sufren está enraizada en la forma en que Dios es, eternamente, en sí mismo: misericordioso, bondadoso, amoroso, y cariñoso. Nosotros experimentaremos la plenitud de Dios cara a cara en el cielo, pero el mismo Dios nos ama y nos consuela ahora. Si nuestro dolor viene de la muerte de alguien a quien amamos o de la muerte espiritual que ocasiona el pecado, Dios extiende su paz a nosotros ahora. Aquellos que siguen a su hijo son bendecidos como un anticipo y adelanto de lo que viene, en cumplimiento, en el Reino de los Cielos.
Dos facetas de nuestra fe reflejan el consuelo de la segunda bienaventuranza: la comunión de los santos y el regalo de la conversión.
La comunión de los santos es la unidad en Cristo de todos los redimidos, aquellos en la tierra y aquello quienes han muerto. Tradicionalmente, hablamos de los tres estados de la Iglesia (peregrina en la tierra, aquellos que se encuentran purificándose mientras esperan el Reino, y aquellos que están en la visión beatífica de los cielos). Todos forman una sola Iglesia, sin embargo, todos se aferran a Cristo. La unión de nosotros peregrinos con aquellos que han muerto no es interrumpida por su muerte, porque nosotros continuamos compartiendo los bienes espirituales con ellos, especialmente el amor expresado en nuestra plegaria. Como santo Domingo dijo cuando estaba muriendo: “No lloren, porque seré mas útil a ustedes después de mi muerte y les ayudaré más efectivamente que durante mi vida.”
Cuando uno que amamos muere, somos consolados con el conocimiento que la muerte no ha interrumpido o ha cancelado su amor por nosotros, justamente como tampoco ha interrumpido nuestro amor por ellos. Nosotros nos reuniremos en Cristo -pero ya nos encontramos con Él a través de la oración, especialmente la Eucaristía, cuando oramos: “con todos los santos y ángeles en el cielo.”
La conversión implica la admisión de la culpabilidad y la determinación para cambiar nuestros caminos. Y aún así es un regalo porque es Dios quien nos da la interioridad para llorar por nuestros pecados. Este dolor es único, como el Abad Isaiah dijo XV siglos atrás: “Tristeza según Dios… es alegría, la alegría de verte en la voluntad de Dios… no pesa en el alma, pero le dice: ¡No tengas miedo! ¡Arriba! ¡Regresa! Dios conoce que el hombre es débil y lo fortalece.” San Juan Crisóstomo escribió que el dolor por los pecados está sazonado con esperanza.
La segunda Bienaventuranza nos llama también a ser consoladores. Si somos discípulos de Jesús, peregrinos en el camino del Reino donde “Él enjugará las lágrimas de sus ojos” (Revelación 21, 4), nos confortaremos uno al otro ahora, cualquiera sea la causa del sufrimiento. Como todas las cosas espirituales de misericordia, consuelo al dolor es una forma de demostrar la bienaventuranza que es ya nuestra, por nuestro destino en Cristo.
jueves, abril 03, 2008
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