viernes, agosto 31, 2007

ORACION LITURGICA

Señor, que hiciste a la Virgen Maria
Madre y auxilio de los cristianos,
fortalece a tu Iglesia con su intercesión,
para que pueda soportar con paciencia
y vencer con amor
las opresiones interiores y externas,y así manifestar abiertamente a los hombres
el misterio de Cristo.

ORACION ESCRITA POR DON BOSCO

¡OH María! Virgen poderosa:
Tú, la grande e iluste defensora de la Iglesia;
Tú, Auxiliadroa admirable de los cristianos,
¡OH Madre!, defiéndenos de nuestras angustias,
en nuestras luchas y en nuestras necesidades;
líbranos del enemigo
y en la hora de la muerte llévanos al Cielo.
Amén
SUPLICA DE BENDICION

Que el Espíritu de Vida,
que fecundó el seno de la Virgen María,
permanezca en nuestro corazón
y descienda sobre nosotros la bendición de Dios,
que es Padre, hijo y Espíritu Santo. Amén


SUPLICA DE BENDICIÓN

Que el Espíritu de Amor Puro,

que ha santificado nuestras vidas,

permanezca en nuestro corazón

y descienda sobre nosotros la bendición de Dios.

que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén

ROGATIVAS



Presentémosle a Dios Padre, por medio del Espíritu, todas nuestras intenciones.

--Para que habiendo recibido el Espíritu vivamos como hijos de Dios

--Para que en nuestras familias crezca eñ deseo de vivir en comunión.

--Para que los bautizados trabajemos por alcanzar la santidad.

SUPLICA DE BENDICION



Que el Espíritu de Fortaleza,

con que hemos sido ungidos,

permanezca en nuestro corazón

y descienda sobre nosotros la bendicióa de Dios,

que es el Padre, hijo y Espíritu Santo. Amén.

EL ESPIRITU SANTO ES NUESTRA FUERZA


Vení, Espíritu Santo,
Y enviá desde el cielo
un rayo de tu luz.

Vení, padre de los pobres,
vení a darnos tus dones,
vení a darnos tu luz.

Amigo fiel de los hombres
Que vivís en nuestro corazón
y nos servís de alivio.

Sos para nosotros el descanso deseado
después del duro trabajo,
la serenidad en medio de las pasiones,
el consuelo en nuestro llanto.

Luz de Dios,
Penetrá en lo más íntimo
de nuestro corazón
e iluminará nuestra vida.

Sin tu ayuda,
el nombre no es nada.
Sin tu ayuda
no hay nada en él que sea inocente.

Lavá nuestras manchas,
convertí en tierra fértil
nuestra aridez interior,
curá nuestras heridas.

Suavizá nuestras durezas de corazón,
calentá con tu presencia
la frialdad de nuestra vida,
corregí nuestros desvíos.

Danos a nosotros,
que confiamos en tu amor,
Tus sietes dones.

Premiá nuestros esfuerzos por ser mejores,
concedemos la salvación
danos la eterna alegría.
Amén. Aleluya.















ORACION JOVEN A MARIA AUXILIADORA


María Auxiliadora, vengo a decirte ¡muchas gracias!...

porque te quedás a mi lado

a pesar de mis excusas y abandonos.

¡Muchas gracias!... porque me ayudaste a reaccionar

cuando el egoismo dominó mis elecciones de vida.

Madre Auxiliadora, te pido por todos los que amo,

muy especialmente por Okito y Maria Inés

No olvides a las chicas y muchachos

que vivimos un amor en tiempos en que,

de tantas maneras, nos pretenden convencer

de que Jesús y su Iglesia están pasados de moda.

¡Madre ayúdame!...a no dejar a tu hijo por buscar amor.

María Auxiliadora en este mes dedicado a Vos

vuelvo a optar por seguir a Cristo con valentía.

Enseñame a comprender que sacrificios y renuncias

me ayudan a madurar como persona.

Y cuando fallo o me derrumbo

llamame fuerte, Auxiliadora Madre Mía...

Y tan fuerte que advierta que estoy dejando a tu hijo,

justamente a El, mi Salvador, que hace gran fiesta

cuando alguien decide empezar de nuevo

reconcilisnfodr von Dios-Amor que es Padre bueno.

Y muchas gracias para esta nueva ocasion de hablarte,

¡Te necesito tanto, Auxiliadora Madre Mía!



LA IMPORTANCIA DE REZAR EL ROSARIO


El Rosario es considerado como la oración perfecta, porque junto con él, esta aunada la majestuosa historia de nuestra salvación. Es una oración simple, humilde como María; es una oración que podemos hacer con Ella. Al rezar el Avemaría, invitamos a nuestra Madre a que rece con nosotros y una su oración a la nuestra. Es una verdadera colección de "rosas de alabanza" que obsequiamos a la más bondadosa de todas las madres, a la más bendecida de todas las mujeres. Es la oración de los sencillos y de los grandes. Es tan simple que está al alcance de todos; se puede rezar en cualquier parte y a cualquier hora. ¿Te has fijado que en los momentos de mayor dificultad, lo primero que se nos ocurre es rezar un Rosario?, y después de rezarlo, ¿has experimentado la paz y confianza que se siente?. Has la prueba, rezar el Rosario es como un bálsamo que te permite afrontar a vida desde otro punto de vista. El Rosario ha sido la devoción más efectiva para mantener viva en las mentes y en los corazones de los fieles el amor de Dios, la fe en el Señor Jesucristo, el conocimiento de las verdades básicas de la doctrina cristiana y la conciencia de pertenencia a la Iglesia. Con su triple serie de misterios, el Rosario nos enseña a unirnos con María a Cristo en todo momento. Precisamente en eso consiste toda nuestra santificación: en configurarnos con Cristo, el hombre perfecto, el único "Camino, Verdad y Vida". Jesús vino al mundo por María; el hombre llegará a Dios por María. El Rosario es la oración inspirada por la Virgen, con él se presenta en sus dos últimas apariciones: en Lourdes y en Fátima, fue aquí en donde ella misma se identificó con el título de "La Señora del Rosario", invitándonos a rezarlo como una arma poderosa en contra del maligno.

miércoles, agosto 29, 2007

El 28 es Día de Clamor y de Suplica


Maldiciones contra escribas y fariseosFuente: Catholic.net Autor: Santiago Garza Mateo 23, 13-22

En aquellos días, dijo Jesús: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que cerráis a los hombres el Reino de los Cielos! Vosotros ciertamente no entráis; y a los que están entrando no les dejáis entrar. «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que recorréis mar y tierra para hacer un prosélito, y, cuando llega a serlo, le hacéis hijo de condenación el doble que vosotros! «¡Ay de vosotros, guías ciegos, que decís: "Si uno jura por el Santuario, eso no es nada; mas si jura por el oro del Santuario, queda obligado!" ¡Insensatos y ciegos! ¿Qué es más importante, el oro, o el Santuario que hace sagrado el oro? Y también: "Si uno jura por el altar, eso no es nada; mas si jura por la ofrenda que está sobre él, queda obligado." ¡Ciegos! ¿Qué es más importante, la ofrenda, o el altar que hace sagrada la ofrenda? Quien jura, pues, por el altar, jura por él y por todo lo que está sobre él. Quien jura por el Santuario, jura por él y por Aquel que lo habita. Y quien jura por el cielo, jura por el trono de Dios y por Aquel que está sentado en él.

REFLEXION

Una de las virtudes humanas más apreciadas por la mayoría de las personas es, sin duda, la coherencia de vida. En la misma vida de Jesús podemos ver un gran ejemplo de coherencia humana, pues Él actúa lo que predica. Siendo Jesús una persona humanamente bien formada, con principios y valores rectos, la actitud de los escribas y fariseos le parece de lo más reprochable. Es por eso que Jesús les reprime y recrimina. Jesús es consciente que ellos influyen mucho en los demás, ya que son los jefes de las sinagogas, y viendo que sus actitudes no son las más adecuadas, se decide a actuar para poner solución a la situación. Jesús es el buen pastor que cuida de sus ovejas y no las deja solas. Pueden parecer duras las palabras que les dirige, pero lo hace con dos intenciones: la primera es llegar a las conciencias de los escribas y fariseos para que recapaciten su forma de proceder; la segunda, para que las personas que lo escuchan sepan que él ha venido a traer la verdad. Señor Jesús, tú que supiste reprender a los escribas y fariseos con palabras llenas de fuerza y de verdad, danos la gracia de poder escucharte, pues quizá nos estás hablando y no lo hacemos. Te pedimos, Señor, de manera especial por todos aquellos que de algún modo son jefes y guías de los demás para que sean realmente personas coherentes y prudentes en sus comportamientos.
La muerte de Juan BautistaFuente: Catholic.net Autor: Juan Guillermo Delgado Marcos 6, 17-29

En aquel tiempo, Herodes había enviado a prender a Juan y le había encadenado en la cárcel por causa de Herodías, la mujer de su hermano Filipo, con quien Herodes se había casado. Porque Juan decía a Herodes: «No te está permitido tener la mujer de tu hermano». Herodías le aborrecía y quería matarle, pero no podía, pues Herodes temía a Juan, sabiendo que era hombre justo y santo, y le protegía; y al oírle, quedaba muy perplejo, y le escuchaba con gusto. Y llegó el día oportuno, cuando Herodes, en su cumpleaños, dio un banquete a sus magnates, a los tribunos y a los principales de Galilea. Entró la hija de la misma Herodías, danzó, y gustó mucho a Herodes y a los comensales. El rey, entonces, dijo a la muchacha: «Pídeme lo que quieras y te lo daré». Y le juró: «Te daré lo que me pidas, hasta la mitad de mi reino». Salió la muchacha y preguntó a su madre: «¿Qué voy a pedir?» Y ella le dijo: «La cabeza de Juan el Bautista». Entrando al punto apresuradamente adonde estaba el rey, le pidió: «Quiero que ahora mismo me des, en una bandeja, la cabeza de Juan el Bautista». El rey se llenó de tristeza, pero no quiso desairarla a causa del juramento y de los comensales. Y al instante mandó el rey a uno de su guardia, con orden de traerle la cabeza de Juan. Se fue y le decapitó en la cárcel y trajo su cabeza en una bandeja, y se la dio a la muchacha, y la muchacha se la dio a su madre. Al enterarse sus discípulos, vinieron a recoger el cadáver y le dieron sepultura.

REFLEXION

“Quien me reconocerá delante a los hombres, también yo lo reconoceré delante a mi Padre que está en los cielos”. La obra de la redención, el triunfo del Reino Amor sobre el de las tinieblas se realiza en medio de la pobreza y de la persecución. Así llevó a cabo su misión el mismo Cristo, así cumplió su misión también Juan el Bautista. A los ojos del mundo parece un derrotado: prisionero, aborrecido por los poderosos según el mundo, decapitado, sepultado. Y sin embargo, es precisamente ahora, cuando la semilla que cae en tierra y muere, comienza a dar sus frutos. Esta derrota aparente es tan solo la antesala, el preludio de una victoria definitiva: la de la Resurrección. Entonces le veremos y ésa será nuestra gloria y nuestra corona. Nuestra vida de cristianos, si es una auténtico seguimiento de Cristo, es una peregrinación “en medio de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios”. Sí, llegan los ataques, las calumnias, las persecuciones... pero ellos son sólo una señal de que vivimos el amor, animados por el Espíritu Santo. Pero, si somos de Dios, si Dios nos ama y somos su pueblo... ¿Qué otra cosa importa? Él nos ama y nos quiere ver semejantes a su Hijo, como una hostia blanca dorándose bajo el sol. Sólo nos toca abandonarnos confiadamente entre sus manos, para que así pueda transformarnos en Cristo.
¡Entrad por la puerta estrecha!Fuente: Catholic.net Autor: P. Sergio A. Córdova LC Lucas 13, 22-30
Atravesaba ciudades y pueblos enseñando, mientras caminaba hacia Jerusalén. Uno le dijo: «Señor, ¿son pocos los que se salvan?» El les dijo: «Luchad por entrar por la puerta estrecha, porque, os digo, muchos pretenderán entrar y no podrán. «Cuando el dueño de la casa se levante y cierre la puerta, os pondréis los que estéis fuera a llamar a la puerta, diciendo: "¡Señor, ábrenos!" Y os responderá: "No sé de dónde sois." Entonces empezaréis a decir: "Hemos comido y bebido contigo, y has enseñado en nuestras plazas"; y os volverá a decir: "No sé de dónde sois. ¡Retiraos de mí, todos los agentes de injusticia!" «Allí será el llanto y el rechinar de dientes, cuando veáis a Abraham, Isaac y Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, mientras a vosotros os echan fuera. Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se pondrán a la mesa en el Reino de Dios. «Y hay últimos que serán primeros, y hay primeros que serán últimos».

REFLEXION

El hombre es un ser curioso por naturaleza. Todos queremos saber más y más, y el horizonte de nuestros conocimientos es ilimitado. Recuerdo que, cuando iniciaba mis estudios de filosofía, hace ya muchos años, la primera cosa que me sorprendió fue escuchar que el origen de la filosofía era, precisamente, la curiosidad del hombre, su capacidad de admirarse y de preguntarse sobre el porqué de las cosas.
El mismo vocablo “curiosidad” viene del latín, “cur”, y significa “por qué”. Pero yo creo que nuestra curiosidad se agudiza aún más cuando se trata de algo que nos atañe en primera persona o que se refiere a la vida y a la gente que nos rodea. Nos encantaría saber, si nos fuera posible, qué nos deparará el futuro o cuál será el destino de nuestra existencia. Seguramente por esta misma tendencia de nuestra naturaleza, siempre ha estado tentado el hombre de recurrir a la astrología, a la magia y a las diversas artes adivinatorias, así como también al espiritismo y al contacto con el mundo de los muertos –supuesto o real— para tratar de conocer el propio futuro o la suerte ajena. Sin embargo, este conocimiento es un misterio velado y vedado para el hombre.
El poeta latino Horacio, aun siendo pagano, se atrevió a condenar esta pretensión en una de sus famosas odas: “Tu ne quaesieris, scire nefas, quem mihi quem tibi, finem di dederint, Leuconoe, nec Babylonios temptaris numeros” escribía a una de sus amigas en el libro primero de sus “Carmina”. Traducido al castellano, sería mas o menos así: “No pretendas tú, ¡oh Leucónoe!, conocer qué fin (destino) nos darán los dioses a ti y a mí, pues nos está vedado; ni lo intentes recurriendo a los cálculos de los astrólogos. Como sea, lo mejor es padecerlo, ya sea que Júpiter te conceda muchos inviernos o que éste sea el último… Mira, mientras hablamos, se nos escapa el ambicionado tiempo. Mejor, aprovecha bien el día presente y no seas demasiado crédula del mañana”. Por supuesto que nuestro poeta hacía esta recomendación a su amiga Leucónoe desde su filosofía epicúrea: “Carpe diem!”, le decía. “¡Aprovecha el presente día!”. Bien entendido, es un sabio consejo, con tal que se eviten los abusos en los que con frecuencia caían los seguidores de la doctrina de Epicuro.
En el Evangelio de hoy encontramos el mismo tema. Pero con una visión totalmente cristiana. “Señor, ¿serán muchos los que se salven?” –preguntan los discípulos a nuestro Señor-. Aquí está la eterna curiosidad del hombre por la suerte propia y la ajena. Se trata, nada menos, del destino final y eterno que tocará a cada uno de nosotros.
Es una pregunta ligada íntimamente al misterio de la predestinación, que siempre y en todas las épocas de la historia, tanto ha inquietado a filósofos, teólogos, pensadores, e incluso a la gente común y corriente. “¿Serán pocos los que se salven?”. A nosotros nos gustaría recibir algún “adelanto” de los que se van a salvar y de los que se van a perder. Incluso muchas veces nos hemos preguntado, no con poca curiosidad, si algunos personajes de la historia que, a nuestro juicio, han sido pérfidos, se habrán salvado... Pero Jesús no satisface la curiosidad de sus oyentes. A nadie le es permitido conocer el propio futuro ni el de los demás.
Aparte de innecesario, resulta totalmente inútil preguntarlo. ¿Qué nos ganamos con ello? Lo mejor es conducir nuestra vida coherentemente, como Dios se espera de nosotros. Y la respuesta del Señor va, precisamente, en esta otra dirección: “Esforzaos, más bien –les dice— en entrar por la puerta estrecha”. En vez de indagar, en vano, el propio destino, es mucho más sano y prudente tratar de vivir de una manera digna para hacernos merecedores, al final de nuestra existencia, de ese grandísimo bien que todos anhelamos alcanzar: la vida eterna y bienaventurada. Pero nuestro Señor nos alerta y nos pone en guardia. Ciertamente, no todos se salvarán, por desgracia. “Muchos intentarán entrar –en el cielo, por supuesto— y no podrán”.
Entonces, los que se queden fuera, comenzarán a llamar a la puerta y a gritar: “¡Señor, ábrenos!”. Es muy dramática la escena que Jesús pinta en este cuadro. Aquellos que supuestamente habían sido sus compañeros de viaje y sus amigos, le dirán: “Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas”. Era de esperarse que, como antiguos comensales de Jesús, Él los conocería y los recibiría con los brazos abiertos en la gloria. Pero no siempre sucede así. ¡Qué tragedia cuando, llenos de confusión, escuchen la sentencia de Cristo: “No sé quiénes sois. Alejaos de mí, malvados”! Para entrar en el cielo no basta haber comido y bebido a la mesa de Cristo, sino haber cumplido sus mandamientos. “No todo el que me dice ‘Señor, Señor’ entrará en el Reino de los cielos –nos recuerda Jesús por boca de san Mateo— sino el que cumple la voluntad de mi Padre, que está en los cielos”. Cuánta sabiduría contiene el refrán popular, que reza: “obras son amores, que no buenas razones”. Por eso, el consejo de Cristo: “¡Entrad por la puerta estrecha!”. La basílica de la Natividad, en Belén, tiene una puerta lateral, muy baja y pequeña. Las puertas principales se cerraron a cal y canto en los tiempos de las Cruzadas para evitar las profanaciones de los musulmanes, que irrumpían en la basílica armados y a caballo. Y así se dejó la puerta de ingreso, que quedó como un verdadero símbolo: el que quiera entrar a adorar al Niño Dios, tiene que agachar la cabeza e inclinarse, en señal de humildad y de abajamiento. Entrar por la puerta estrecha significa, pues, que hemos de acercarnos a Dios por la senda del sacrificio, de la renuncia, la austeridad, la fe, la humildad, la sencillez y el desprendimiento. Si entramos por esta puerta, nuestro Señor nos acogerá con los brazos abiertos en las moradas eternas. Hagamos méritos, ya desde ahora, con nuestras buenas obras.


El martirio de S.Juan Bautista: "no soy el Cristo, sino el precursor. El debe crecer, yo menguar, empequeñecerme"

29 de Agosto
El martirio de San Juan Bautistacerca del año 30

Maqueronte, castillo, había tomado el nombre de Maqueronte, ciudad. Ciudad cercana. Castillo emplazado en el punto de declive en que la triste meseta del desierto declina hacia el mar Muerto. Horizontes calcáreos, polvo blanco, aridez, sol y tierras calcinadas. Pendiente inclinada hacia las desoladas orillas del mar de la maldición, declive que se fragmenta en diversas cimas, aisladas unas de otras. Por Flavio Josefo, el historiador judío, conocemos interesantes noticias y pormenores de esta fortaleza de Maqueronte. Levantaba sus arrogantes murallas al oeste del mar Muerto, en la Perea. Como fortaleza —según Plinio la más segura después de la de Jerusalén— servía de recio baluarte contra los árabes nabateos, lindantes con los estados herodianos. Construcción fuerte y cómoda a la vez; era una de aquéllas que Herodes el Grande había edificado en diversos lugares de sus dominios. Se advierte en la morosidad y detalles de la prosa de Flavio Josefo un particular gusto en describirla. Dice que Herodes construyó en medio del recinto fortificado "una casa regia", suntuosa por la grandiosidad y hermosura de sus departamentos" y que la proveyó, además, de abundancia de cisternas y de toda clase de almacenes. Convenía a la aridez y apartamiento del lugar.
La doble ventaja de Maqueronte de aunar fortaleza y casa de placer ofrecía al hijo de Herodes el Grande, Herodes Antipas, actual tetrarca, la oportunidad de atender a un doble objeto: vigilancia de sus fronteras, amenazadas por Aretas, rey de los nabateos, y solaz para sus largas horas de pequeño rey desocupado y amigo de fiestas y diversiones. De aquí su detenerse preferentemente muchas temporadas en este alcázar. El generoso abastecimiento, la alegre compañía, acomodada a sus caprichos, y los gustos que podía permitirse, convertían la aridez del desierto en amena y divertida morada.
Y es el mismo historiador judío, Josefo, quien nos certifica de este sitio como escenario de uno de los dramas más pungentes, aleccionadores y bellos en la historia de la santidad: el del final de la vida y el martirio de Juan, el Bautista. Flavio Josefo era contemporáneo del santo Precursor. Austeridad de paisaje y palacio de deleites. Marco expresivo para aquella figura de vida penitencial que remata corno invencible víctima de ajenos placeres.
Una providencial incidencia nos ilustra sobre este caso sublime de la vida del hijo de Zacarías y de Isabel. San Marcos y San Mateo nos lo recuerdan, ocasionalmente, con motivo de los temores de Herodes ante la predicación y los milagros de Jesús. Cuando llegan a oídos del tetrarca galileo las noticias de la aparición del Maestro, se estremece. En su pavor, turbio y supersticioso, se pregunta: ¿Es Juan el que yo maté, que ha resucitado? "Y oyó el rey Herodes, el tetrarca, la fama de Jesús, todas las cosas que El hacía, porque se había hecho notorio su nombre, y decía: Juan el Bautista ha resucitado de entre los muertos; y por esto óbranse en él milagros. Y otros decían: Es Elías. Y decían otros: Es el profeta, como uno de los antiguos profetas. Cuando lo oyó Herodes, dijo a sus criados: Este es Juan el Bautista. Este es aquel Juan que yo degollé, que ha resucitado de entre los muertos. Y dijo Herodes: A Juan yo lo degollé. ¿Quién, pues, es éste, de quien oigo tales cosas?" Así, los dos evangelistas nos hacen el don de unas páginas impresionantes. Consiguen en ellas uno de los relatos de más dramática viveza. Y de suprema lección moral y sublime heroísmo. Con la información de San Marcos y la complementaria, paralela, de San Mateo, se nos da, de mano sobria y segura, penetrante agudeza psicológica, desarrollo y meandros de la pasión, descripción costumbrista, altísimo ejemplo de santidad. Sintetizando la acción del drama, podríamos formular: sobre el pavimento de mármol de una sala de festín, bajo el lujo asiático de damascos y sedas, entre perfumes, copas de plata y de cristal, serpea la vileza de la lujuria, la vileza de la venganza y la vileza de la cobardía. Del juego combinado de esta triple alianza brota un crimen. Y de la negrura de este crimen, como de la tiniebla subterránea del calabozo donde se ejecuta, se alza una aurora de heroísmo, la gloria de un martirio. A través de las líneas de la narración de los sagrados escritores, centellean, con alternativa luz de horror y de hermosura, el relámpago de la espada cercenadora y la plata de la bandeja donde cae el fruto cortado por la espada.
Casi diez meses ya que Juan, el Bautista, está encarcelado. "Herodes había hecho prender a Juan, le había encadenado y puesto en la cárcel por causa de Herodías." La obscuridad de una reducida mazmorra en el sótano, excavado en la propia roca, de Maqueronte, retiene su austera figura nazarena. Se intenta apagar con el aislamiento aquella voz de verdades que, con libertad de santo, amonesta a los grandes, al monarca: "No te es lícito tener la mujer de tu hermano". Este monarca es Herodes Antipas, hijo de Herodes llamado el Grande, aquel perseguidor de Jesús niño que había mandado degollar a los Inocentes. Herodes Antipas reinaba, como tetrarca, en Galilea y en Perea desde la muerte de su padre. Era hermano de Arquelao, que ocupó el trono de Judea, Idumea y Samaría. Y hermano también, por parte de padre solamente, de Filipo —así le apellida San Marcos, en tanto que Flavio Josefo le llama Herodes—, que vivía como obscuro particular en la capital del Imperio. En uno de los viajes de Antipas a Roma, —viaje probablemente de información secreta sobre gobernadores romanos a Tiberio, amigo suyo, conquistado con hábiles y aduladoras complacencias— se hospedó en casa de su hermano Filipo. La intimidad y frecuencia de trato le llevó a enamorarse allí, con la tenacidad de una pasión de madurez —de otoño casi, pues Herodes pasaría de la cincuentena— de su cuñada Herodías, nieta de Herodes el Grande y sobrina de los dos, de Filipo y de Antipas. A la pasión erótica del segundo responde la ambición soñadora de la mujer. Altiva, dominadora, intrigante, fantaseando grandezas y sedienta de fausto, descubre Herodías, con la declaración de Antipas, la posibilidad de abandono de su obscura existencia en Roma. Se le abre un horizonte áureo y sonriente, de brillantez y suntuosidades. Corresponde a la pecaminosa ternura y decide, con cautela, seguir, en el momento oportuno, hasta el Mediterráneo oriental a su real amante.
No es fácil dar apariencia legal a estos amores. Ya el matrimonio con Filipo había encontrado sus dificultades a causa de la próxima consanguinidad. Y el matrimonio entre cuñados estaba prohibido según la Ley de Moisés. Y donde reinaba Antipas regía la observancia de rabinos, duros y exigentes, por lo menos con las apariencias de la Ley. Además, el tetrarca de Galilea y de Perea tenía su esposa legítima, una princesa, la hija de Aretas, rey de los árabes nabateos. Pero triunfan la vehemencia erótica de la pasión del torpe enamorado y la vehemencia ambiciosa de la querida. Después de un tiempo de espera, en el que, y durante la ausencia del tetrarca de sus dominios, la esposa legítima informada, ha huido buscando otra vez refugio en la corte de su padre, Herodías lo salta todo, deja a su marido, y acompañada de su hija, habida del matrimonio con Filipo, marchan a Galilea. Su vanidad se colma, deslumbrada ante el boato de la corte de Herodes, cuyo amor a la fastuosidad, heredado de su padre, era conocido en Roma. Antipas, oriental educado en la capital del Imperio, unía el sentido suntuario del Oriente con el refinamiento de las costumbres paganas.
Aretas, el rey de los nabateos, herido en su honor de monarca y en su afecto de padre por el repudio de su hija, se ha convertido en enconado y temible enemigo del tetrarca galileo. Esto justifica más la presencia de Herodes en Maqueronte. Pero su avidez de goce y de ostentación disfruta más del palacio que de la fortaleza. Los lujosos salones son testigos de frecuentes fiestas. La tensión de la vigilancia y el tedio cortesano se amenizan con diversiones. Músicas de placer tienen el encargo de ahogar el ingrato estrépito de un posible ataque. Herodías colabora, con su don de insinuación, al olvido, Y triunfa en aquel pequeño ambiente con su seducción, su brillo y ansia de distracciones. Solo el índice acusador de San Juan se hinca, como un torcedor, como un hierro afilado, en su sensualidad: —No es lícito.
Una alegre conmemoración, con su fiesta correspondiente, brinda el anhelo de venganza, siempre al acecho, de la adúltera, una oportunidad magnífica. La fiesta del aniversario del natalicio de Herodes. Son conocidas las grandes solemnidades con que la antigüedad oriental y romana celebraba tales aniversarios. El Génesis nos evoca la pompa desplegada con este motivo por uno de los faraones egipcios. Para el fausto acontecimiento la munificencia de Herodes había invitado a lo más descollante de su reino. Y la fiesta en que cortesanos interesados habían hecho alarde de su ingenio áulico y fraseología aduladora, en felicitaciones, poemas y regalos al monarca, terminaba con la opulencia de un banquete. Y al caer de la tarde ve reunidos en torno a la mesa presidida por el rey —así le llama en sentido lato San Marcos— los principales personajes de sus Estados. Tres categorías distingue el evangelista: elevados oficiales de palacio, los altos militares de su ejército y notables de Galilea, lo más distinguido de la sociedad de su tetrarquía. Gente de autoridad y dinero. Aristocracia ávida, desde su apartamiento provinciano, de tornar parte en el tono cosmopolita de la capital, de que se preciaba el tetrarca, seguidor del ritmo de la metrópoli. Las luces, encendidas por esclavos en el bronce y plata de los candelabros, iluminaron alcatifas, triclinios, ricas vestimentas, joyas, frases ingeniosas, complacencias y sonrisas. En los manjares del banquete brilla el alarde munífico y sibarita de los gustos del asmoneo. Complementa su vanidad de deslumbrar y su irrefrenada sensualidad la astucia femenina de Herodías, con otras intenciones de sumo interés personal.
La adúltera, ofendida y enfurecida con Juan, el profeta delator de su adulterio, cuya presencia era una admonición constante, tenía a su lado un medio muy apto: su hija. Esta hija cuyo nombre no se nos dice en el Evangelio y que sabemos por Flavio Josefo: Salomé. Y cuyo perfil físico —el de varios años después— conocemos gracias a una pequeña moneda en la que aparece con el rey de Calcis, Aristóbulo, del que fue esposa. Herodías; podría tender una trampa habilísima. La muchacha había aprendido en la alta sociedad de la urbe a bailar elegantísimamente y a ejecutar danzas desconocidas de aquellos magnates de provincia. La ayudaba su fragante juventud. Salomé tendría entonces unos diecinueve años. Supo la madre, perspicaz, multiplicados sus ardides mujeriles por el encono, estimular el amor propio de la joven. Salomé, encendida juvenilmente del deseo femenino de exhibirse, estuvo a la altura de la intención de la madre. La coreografía amenizadora de festines era habitual en las costumbres romanas. La poesía de Horacio nos informa, con su habitual desenfado, del aire atrevidamente impúdico de tales danzas. Hoy no actuarán bailarinas asalariadas. La danzarina será esta vez la propia hija de Herodías. En la apoteosis del banquete, cuando al fuego del vino y la embriaguez se inflaman los instintos menos elevados, hace su deslumbrante aparición la refinada bailarina. Se arquea su cuerpo con ritmos tan elásticos y graciosos, danza de forma tan audaz y seductora para la baja avidez de tanto instinto despertado, que Antipas se estremece. El halago de un espectáculo superior, que le eleva por encima de las demás cortes de Oriente, le sacude. Es el brillo de la metrópoli danzando en los movimientos de Salomé. Y es la lujuria y frivolidad del tetrarca que exultan hasta el entusiasmo. "Pídeme lo que quieras y te lo daré" —le asevera con la ternura viscosa de la sensualidad exaltada, entre el delirio y los aplausos de la concurrencia complacida—. "Pídeme lo que quieras y te lo daré, aunque sea la mitad de mi reino". Y corrobora la promesa con solemne juramento.
Siglos antes, en otra corte de Oriente, otro monarca había hecho promesa semejante a otra mujer, pero en ocasión alta, noble y pura: Asuero a Esther. Aturdida ante tal ofrecimiento, Salomé cruza, rápida, la sala y va a la del banquete de las damas —las mujeres no podían participar como comensales en estos festines—, donde estaba su madre. Su madre en despertísimo alerta. "¿Qué le pido?" Herodías no duda un instante. Tenía madurada la respuesta desde mucho tiempo. La taima con que la zalamería femenina la envuelve no puede disimular la crueldad de la tajante decisión. Tajante como el filo de la espada que dentro de unos minutos cercenará la cabeza de un profeta. La rapidez en expresar esta voluntad y las prisas con que se ejecute —"ahora mismo", dice el texto evangélico—, descubren en su satisfacción el logro de un incontenible y represado anhelo. ¡Por fin! "La cabeza de Juan el Bautista". Vuelve Salomé apresuradamente donde estaba el rey. Pide, decidida: "Quiero que me des al instante, sobre esta bandeja —cogería una de las de la misma mesa—, la cabeza de Juan el Bautista." El rey se entristeció. Porque apreciaba a Juan. "Le tenía como profeta y le custodiaba, y por su consejo hacía muchas cosas, y le oía de buena gana. Pero por el juramento y por los que con él estaban a la mesa, no quiso disgustarla. Mas enviando uno de su guardia, le mandó traer la cabeza de Juan en un plato. Y le degolló en la cárcel. Y trajo su cabeza en un plato y la dio a la muchacha y la muchacha la dio a su madre".
La tristeza de Antipas fue sincera. Pero ineficaz. Con la ineficacia de la cobardía. El respeto humano de los débiles que teme quedar mal ante los hombres y no tiene la entereza de defender más altos imperativos de conciencia, lleva la voluntad del monarca al crimen. Y da la orden al "speculator", o soldado destinado para estos eventuales menesteres de muerte. Sobre una de las mismas bandejas de la fiesta, ¡qué fuerza del símbolo!, aparece un trágico fruto: la cabeza de Juan. Ya calló la santa boca que recordaba el deber. La de aquel asceta santísimo que vivió austeramente en el desierto, del que dijo el Divino Maestro: "¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Una caña movida por el viento? ¿Un hombre vestido de ropas delicadas? ¿Un profeta? Ciertamente os digo: Y más aún que un profeta. Porque éste es de quien está escrito: He aquí que yo envío mi ángel ante tu faz, que aparejará tu camino delante de Tí". Ya calló la boca del predicador de la virtud. Para cerrar esos labios santos que te señalaban la limpia trayectoria del bien, no necesitas ya tu mano blanda y cobarde, rey lascivo. El filo de tu pecado le segó la voz. La debilidad tiene también sus espadas de finísimo corte, la caricia vedada sus arañazos asesinos, Tus delicias prohibidas gotean ahora sangre en las venas del cuello mártir. No temas la mirada de estos ojos inertes. Están cerrados: Cerrados —purísimos y viriles— del horror de tu lascivia.
La cabeza cercenada del Bautista pasó apresuradamente de manos de la hija, ligera, a las de la madre, incestuosa y adúltera. El odio acumulado ardía con los vértigos más vivos de la prisa. Más que el alfiler de plata o el puñal de acero, con que, según informe tardío de San Jerónimo, atravesó, como desahogo de su odio, la nieta de Herodes —lamentable fidelidad de crueles atavismos— la lengua del defensor de la castidad —así hizo Fulvia con la cabeza de Cicerón—, la taladran ahora, en punta confluyente de saeta, los dos ojos del adulterio de Herodías que en ella se clavan con la innoble alegría del rencor satisfecho. El tiempo había alimentado la llama del odio. "No dejes libre a este amonestador importuno", urgía a su amante. Y consiguió encarcelarlo. Ahora obtiene su remate, el hito supremo: matarle. El afilamiento definitivo de la espada lo dio la venganza de una mujer servida por los lúbricos movimientos de danza de otra mujer. Digna hija de tal madre. "La cabeza de un profeta —clama, lleno de espanto, San Ambrosio—, el premio de una danzarina."
En la historia de los hombres se leerán estos hechos como un normal discurrir de la pasión y la intriga. En la historia de la gracia la mirada sobrenatural leerá, a través de la flaqueza y perversión de los sucesos humanos, la intención de Dios, que saca de ellos la maravilla de un santo, la corona de un mártir.
Cuando los discípulos de Juan se enteraron de su muerte, "vinieron y tomaron su cuerpo, y lo pusieron en un sepulcro", añade el evangelista. El respeto de los buenos a lo santo sigue al odio a lo santo de los perversos. En el silencio reverente con que envuelve esta frase evangélica la tumba de Juan Bautista, suena para la piedad y para la fe de una sinfonía triunfal. La alta sinfonía de la verdad, que no cede ante el poder y el pecado, duraderos en el tiempo. La gloria del mártir, duradera en la eternidad.
Cuando el beduino señala hoy al viajero piadoso una cumbre, azotada por el viento frío, con unas viejísimas ruinas, y le dice, con voz de misterio, el nombre de aquel lugar, el "Mashaka", el "palacio colgado", donde se irguió Maqueronte, la memoria cristiana evoca algo más que un inane recuerdo elegíaco. Allí se cumplió la suprema aspiración de un alma nobilísima, el hito de un santo: "Yo no Soy el Esposo, sino el amigo del Esposo; no soy el Cristo, sino el precursor. El debe crecer, yo menguar, empequeñecerme". "Tú te empequeñeces, Juan —le dirá San Agustín—, con el cercén de la cabeza. Él crecerá con la cruz".
Fuente: Año Cristiano, T.III, BAC; Fermín Yzurdiaga Lorca

San AgustínObispo de Hipona, Doctor y Padre de la Iglesia(354-430)
Uno de los cuatro doctores originales de la Iglesia Latina. "Doctor de la Gracia".Patrón de los que buscan a Dios, teólogos, imprenta.
Aparece frecuentemente en la iconografía con el corazón ardiendo de amor por Dios.

Reseña de vidaNació en Tagaste (África) el año 354; después de una juventud desviada doctrinal y moralmente, se convirtió, estando en Milán, y el año 387 fue bautizado por el obispo San Ambrosio. Vuelto a su patria, llevó una vida dedicada al ascetismo, y fue elegido obispo de Hipona.
Durante treinta y cuatro años, en que ejerció este ministerio, fue un modelo para su grey, a la que dio una sólida formación por medio de sus sermones y de sus numerosos escritos, con los que contribuyó en gran manera a una mayor profundización de la fe cristiana contra los errores doctrinales de su tiempo.
Está entre los Padres mas influyentes del Occidente y sus escritos son de gran actualidad. Murió el año 430.
Su niñez
San Agustín nació el 13 de noviembre del año 354 en Tagaste. Esa pequeña población del norte de África estaba bastante cerca de Numidia, pero relativamente alejada del mar, de suerte que Agustín no lo conoció sino hasta mucho después. Sus padres eran de cierta posición, pero no ricos. El padre de Agustín, Patricio, era un pagano de temperamento violento; pero, gracias al ejemplo y a la prudente conducta de su esposa, Mónica, se bautizó poco antes de morir. Agustín tenía varios hermanos; él mismo habla de Navigio, quien dejó varios hijos al morir y de una hermana que consagró su virginidad al Señor.
Aunque Agustín ingresó en el catecumenado desde la infancia, no recibió por entonces el bautismo, de acuerdo con la costumbre de la época. En su juventud se dejó arrastrar por los malos ejemplos y, hasta los treinta y dos años, llevó una vida licenciosa, aferrado a la herejía maniquea. De ello habla largamente en sus "Confesiones", que comprenden la descripción de su conversión y la muerte de su madre Mónica.
Dicha obra, que hace las delicias de "las gentes ansiosas de conocer las vidas ajenas, pero poco solícitas de enmendar la propia", no fue escrita para satisfacer esa curiosidad malsana, sino para mostrar la misericordia de que Dios había usado con un pecador y para que los contemporáneos del autor no le estimasen en más de lo que valía.
Mónica había enseñado a orar a su hijo desde niño y le había instruido en la fe, de modo que el mismo Agustín que cayó gravemente enfermo, pidió que le fuese conferido el bautismo y Mónica hizo todos los preparativos para que lo recibiera; pero la salud del joven mejoró y el bautismo fue diferido.
El santo condenó más tarde, con mucha razón, la costumbre de diferir el bautismo por miedo de pecar después de haberlo recibido. Pero no es menos lamentable la naturalidad con que, en nuestros días, vemos los pecados cometidos después del bautismo que son una verdadera profanación de ese sacramento.
"Mis padres me pusieron en la escuela para que aprendiese cosas que en la infancia me parecían totalmente inútiles y, si me mostraba yo negligente en los estudios, me azotaban. Tal era el método ordinario de mis padres y, los que antes que nosotros habían andado ese camino nos habían legado esa pesada herencia". Agustín daba gracias a Dios porque, si bien las personas que le obligaban a aprender, sólo pensaban en las "riquezas que pasan" y en la gloria perecedera", la Divina Providencia se valió de su error para hacerle aprender cosas que le serían muy útiles y provechosas en la vida.
El santo se reprochaba por haber estudiado frecuentemente sólo por temor al castigo y por no haber escrito, leído y aprendido las lecciones como debía hacerlo, desobedeciendo así a sus padres y maestros. Algunas veces pedía a Dios con gran fervor que le librase del castigo en la escuela; sus padres y maestros se reían de su miedo.
Agustín comenta: "Nos castigaban porque jugábamos; sin embargo, ellos hacían exactamente lo mismo que nosotros, aunque sus juegos recibían el nombre de 'negocios' . . . Reflexionando bien, es imposible justificar los castigos que me imponían por jugar, alegando que el juego me impedía aprender rápidamente las artes que, más tarde, sólo me servirían para jugar juegos peores".
El santo añade: "Nadie hace bien lo que hace contra su voluntad" y observa que el mismo maestro que le castigaba por una falta sin importancia, "se mostraba en las disputas con los otros profesores menos dueño de si y más envidioso que un niño al que otro vence en el juego". Agustín estudiaba con gusto el latín, que había aprendido en conversaciones con las sirvientas de su casa y con otras personas; no el latín "que enseñan los profesores de las clases inferiores, sino el que enseñan los gramáticos".
Desde niño detestaba el griego y nunca llegó a gustar a Homero, porque jamás logró entenderlo bien. En cambio, muy pronto tomó gusto por los poetas latinos.
Años juveniles
Agustín fue a Cartago a fines del año 370, cuando acababa de cumplir diecisiete años. Pronto se distinguió en la escuela de retórica y se entregó ardientemente al estudio, aunque lo hacía sobre todo por vanidad y ambición. Poco a poco se dejó arrastrar a una vida licenciosa, pero aun entonces conservaba cierta decencia de alma, como lo reconocían sus propios compañeros. No tardó en entablar relaciones amorosas con una mujer y, aunque eran relaciones ilegales, supo permanecerle fiel hasta que la mandó a Milán, en 385. Con ella tuvo un hijo, llamado Adeodato, el año 372. El padre de Agustín murió en 371. Agustín prosiguió sus estudios en Cartago.
La lectura del "Hortensius" de Cicerón le desvió de la retórica a la filosofía. También leyó las obras de los escritores cristianos, pero la sencillez de su estilo le impidió comprender su humildad y penetrar su espíritu. Por entonces cayó Agustín en el maniqueísmo. Aquello fue, por decirlo así, una enfermedad de un alma noble, angustiada por el "problema del mal", que trataba de resolver por un dualismo metafísico y religioso, afirmando que Dios era el principio de todo bien y la materia el principio de todo mal. La mala vida lleva siempre consigo cierta oscuridad del entendimiento y cierta torpeza de la voluntad; esos males, unidos al del orgullo, hicieron que Agustín profesara el maniqueísmo hasta los veintiocho años. El santo confiesa: "Buscaba yo por el orgullo lo que sólo podía encontrar por la humildad. Henchido de vanidad, abandoné el nido, creyéndome capaz de volar y sólo conseguí caer por tierra".
San Agustín dirigió durante nueve años su propia escuela de gramática y retórica en Tagaste y Cartago. Entre tanto, Mónica, confiada en las palabras de un santo obispo que, le había anunciado que "el hijo de tantas lágrimas no podía perderse", no cesaba de tratar de convertirle por la oración y la persuasión. Después de una discusión con Fausto, el jefe de los maniqueos, Agustín empezó a desilusionarse de la secta. El año 383, partió furtivamente a Roma, a impulsos del temor de que su madre tratase de retenerle en África. En la Ciudad Eterna abrió una escuela, pero, descontento por la perversa costumbre de los estudiantes, que cambiaban frecuente de maestro para no pagar sus servicios, decidió emigrar a Milán, donde obtuvo el puesto de profesor de retórica.
Ahí fue muy bien acogido y el obispo de la ciudad, San Ambrosio, le dio ciertas muestras de respeto. Por su parte, Agustín tenía curiosidad por conocer a fondo al obispo, no tanto porque predicase la verdad, cuanto porque era un hombre famoso por su erudición. Así pues, asistía frecuentemente a los sermones de San Ambrosio, para satisfacer su curiosidad y deleitarse con su elocuencia. Los sermones del santo obispo eran más inteligentes que los discursos del hereje Fausto y empezaron a producir impresión en la mente y el corazón de Agustín, quien al mismo tiempo, leía las obras de Platón y Plotino. "Platón me llevó al conocimiento del verdadero Dios y Jesucristo me mostró el camino". Santa Mónica, que le había seguido a Milán, quería que Agustín se casara; por otra parte, la madre de Adeodato retornó al África y dejó al niño con su padre. Pero nada de aquello consiguió mover a Agustín a casarse o a observar la continencia y la lucha moral, espiritual e intelectual continuó sin cambios.
Excelencia de la castidad
Agustín comprendía la excelencia de la castidad predicada por la Iglesia católica , pero la dificultad de practicarla le hacía vacilar en abrazar definitivamente el cristianismo. Por otra parte, los sermones de San Ambrosio y la lectura de la Biblia le habían convencido de que la verdad estaba en la Iglesia, pero se resistía todavía a cooperar con la gracia de Dios. El santo lo expresa así: "Deseaba y ansiaba la liberación; sin embargo, seguía atado al suelo, no por cadenas exteriores, sino por los hierros de mi propia voluntad. El Enemigo se había posesionado de mi voluntad y la había convertido en una cadena que me impedía todo movimiento, porque de la perversión de la voluntad había nacido la lujuria y de la lujuria la costumbre y, la costumbre a la que yo no había resistido, había creado en mí una especie de necesidad cuyos eslabones, unidos unos a otros, me mantenían en cruel esclavitud. Y ya no tenía la excusa de dilatar mi entrega a Tí alegando que aún no había descubierto plenamente tu verdad, porque ahora ya la conocía y, sin embargo, seguía encadenado ... Nada podía responderte cuando me decías: 'Levántate del sueño y resucita de los muertos y Cristo te iluminará . . . Nada podía responderte, repito, a pesar de que estaba ya convencido de la verdad de la fe, sino palabras vanas y perezosas. Así pues, te decía: 'Lo haré pronto, poco a poco; dame más tiempo´. Pero ese 'pronto' no llegaba nunca, las dilaciones se prolongaban, y el 'poco tiempo' se convertía en mucho tiempo".
El ejemplo de los Santos
El relato que San Simpliciano le había hecho de la conversión de Victorino, el profesor romano neoplatónico, le impresionó profundamente. Poco después, Agustín y su amigo Alipio recibieron la visita de Ponticiano, un africano. Viendo las epístolas de San Pablo sobre la mesa de Agustín, Ponticiano les habló de la vida de San Antonio y quedó muy sorprendido al enterarse de que no conocían al santo. Después les refirió la historia de dos hombres que se habían convertido por la lectura de la vida de San Antonio. Las palabras de Ponticiano conmovieron mucho a Agustín, quien vio con perfecta claridad las deformidades y manchas de su alma. En sus precedentes intentos de conversión Agustín había pedido a Dios la gracia de la continencia, pero con cierto temor de que se la concediese demasiado pronto: "En la aurora de mi juventud, te había yo pedido la castidad, pero sólo a medias, porque soy un miserable. Te decía yo, pues: 'Concédeme la gracia de la castidad, pero todavía no'; porque tenía yo miedo de que me escuchases demasiado pronto y me librases de esa enfermedad y lo que yo quería era que mi lujuria se viese satisfecha y no extinguida". Avergonzado de haber sido tan débil hasta entonces, Agustín dijo a Alipio en cuanto partió Ponticiano: "¿Qué estamos haciendo? Los ignorantes arrebatan el Reino de los Cielos y nosotros, con toda nuestra ciencia, nos quedamos atrás cobardemente, revolcándonos en el pecado. Tenemos vergüenza de seguir el camino por el que los ignorantes nos han precedido, cuando por el contrario, deberíamos avergonzarnos de no avanzar por él".
Gracia divina que todo lo puede
Agustín se levantó y salió al jardín. Alipio le siguió, sorprendido de sus palabras y de su conducta. Ambos se sentaron en el rincón más alejado de la casa. Agustín era presa de un violento conflicto interior, desgarrado entre el llamado del Espíritu Santo a la castidad y el deleitable recuerdo de sus excesos. Y Levantándose del sitio en que se hallaba sentado, fue a tenderse bajo un árbol, clamando: "¿Hasta cuándo, Señor? ¿Vas a estar siempre airado? ¡Olvida mis antiguos pecados!" Y se repetía con gran aflicción: "¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo? ¿Hasta mañana? ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no voy a poner fin a mis iniquidades en este momento?" En tanto que se repetía esto y lloraba amargamente, oyó la voz de un niño que cantaba en la casa vecina una canción que decía: "Tolle lege, tolle lege" (Toma y lee, toma y lee). Agustín empezó a preguntarse si los niños acostumbraban repetir esas palabras en algún juego, pero no pudo recordar ninguno en el que esto sucediese. Entonces le vino a la memoria que San Antonio se había convertido al oír la lectura de un pasaje del Evangelio. Interpretó pues, las palabras del niño como una señal del cielo, dejó de llorar y se dirigió al sitio en que se hallaba Alipio con el libro de las Epístolas de San Pablo. Inmediatamente lo abrió y leyó en silencio las primeras palabras que cayeron bajo sus ojos: "No en las riñas y en la embriaguez, no en la lujuria y la impureza, no en la ambición y en la envidia: poneos en manos del Señor Jesucristo y abandonad la carne y la concupiscencia". Ese texto hizo desaparecer las últimas dudas de Agustín, que cerró el libro y relató serenamente a Alipio todo lo sucedido. Alipio leyó entonces el siguiente versículo de San Pablo: "Tomad con vosotros a los que son débiles en la fe". Aplicándose el texto a sí mismo, siguió a Agustín en la conversión. Ambos se dirigieron al punto a narrar lo sucedido a Santa Mónica, la cual alabó a Dios "que es capaz de colmar nuestros deseos en una forma que supera todo lo imaginable". La escena que acabamos de referir tuvo lugar en septiembre de 386, cuando Agustín tenía treinta y dos años.
En las manos del Señor
El santo renunció inmediatamente al profesorado y se trasladó a una casa de campo en Casiciaco, cerca de Milán, que le había prestado su amigo Verecundo. Santa Mónica, su hermano Navigio, su hijo Adeodato, San Alipio y algunos otros amigos, le siguieron a ese retiro, donde vivieron en una especie de comunidad. Agustín se consagró a la oración y el estudio y, aun éste era una forma de oración por la devoción que ponía en él. Entregado a la penitencia, a la vigilancia diligente de su corazón y sus sentidos, dedicado a orar con gran humildad, el santo se preparó a recibir la gracia del bautismo, que había de convertirle en una nueva criatura, resucitada con Cristo. "Demasiado tarde, demasiado tarde empecé a amarte. ¡Hermosura siempre antigua y siempre nueva, demasiado tarde empecé a amarte! Tú estabas conmigo y yo no estaba contigo. Yo estaba lejos, corriendo detrás de la hermosura por Tí creada; las cosas que habían recibido de Tí el ser, me mantenían lejos de Tí. Pero tú me llamaste. me llamaste a gritos, y acabaste por vencer mi sordera. Tú me iluminaste y tu luz acabó por penetrar en mis tinieblas. Ahora que he gustado de tu suavidad estoy hambriento de Tí. Me has tocado y mi corazón desea ardientemente tus abrazos". Los tres diálogos "Contra los Académicos", "Sobre la vida feliz" y "Sobre el orden", se basan en las conversaciones que Agustín tuvo con sus amigos en esos siete meses.
Nueva Vida en Cristo
La víspera de la Pascua del año 387, San Agustín recibió el bautismo, junto con Alipio y su querido hijo Adeodato, quien tenía entonces quince años y murió poco después. En el otoño de ese año, Agustín resolvió retornar a África y fue a embarcarse en Ostia con su madre y algunos amigos. Santa Mónica murió ahí en noviembre de 387. Agustín consagra seis conmovedores capítulos de las "Confesiones" a la vida de su madre. Viajó a Roma unos cuantos meses después y, en septiembre de 388, se embarcó para África. En Tagaste vivió casi tres años con sus amigos, olvidado del mundo y al servicio de Dios con el ayuno, la oración y las buenas obras. Además de meditar sobre la ley de Dios, Agustín instruía a sus prójimos con sus discursos y escritos. El santo y sus amigos habían puesto todas sus propiedades en común y cada uno las utilizaba según sus necesidades. Aunque Agustín no pensaba en el sacerdocio, fue ordenado el año 391 por el obispo de Hipona, Valerio, quien le tomó por asistente. Así pues, el santo se trasladó a dicha ciudad y estableció una especie de monasterio en una casa próxima a la iglesia, como lo había hecho en Tagaste. San Alipio, San Evodio, San Posidio y otros, formaban parte de la comunidad y vivían "según la regla de los santos Apóstoles". El obispo, que era griego y tenía además cierto impedimento de la lengua, nombró predicador a Agustín. En el oriente era muy común la costumbre de que los obispos tuviesen un predicador, a cuyos sermones asistían; pero en el occidente eso constituía una novedad. Más todavía, Agustín obtuvo permiso de predicar aun en ausencia del obispo, lo cual era inusitado. Desde entonces, el santo no dejó de predicar hasta el fin de su vida. Se conservan casi cuatrocientos sermones de San Agustín, la mayoría de los cuales no fueron escritos directamente por él, sino tomados por sus oyentes. En la primera época de su predicación, Agustín se dedicó a combatir el maniqueísmo y los comienzos del donatismo y consiguió extirpar la costumbre de efectuar festejos en las capillas de los mártires. El santo predicaba siempre en latín, a pesar de que los campesinos de ciertos distritos de la diócesis sólo hablaban el púnico y era difícil encontrar sacerdotes que les predicasen en su lengua.
Obispo de Hipona
El año 395, San Agustín fue consagrado obispo coadjutor de Valerio. Poco después murió este último y el santo le sucedió en la sede de Hipona. Procedió inmediatamente a establecer la vida común regular en su propia casa y exigió que todos los sacerdotes, diáconos y subdiáconos que vivían con él renunciasen a sus propiedades y se atuviesen a las reglas. Por otra parte, no admitía a las órdenes sino a aquellos que aceptaban esa forma de vida. San Posidio, su biógrafo, cuenta que los vestidos y los muebles eran modestos pero decentes y limpios. Los únicos objetos de plata que había en la casa eran las cucharas; los platos eran de barro o de madera. El santo era muy hospitalario, pero la comida que ofrecía era frugal; el uso mesurado del vino no estaba prohibido. Durante las comidas, se leía algún libro para evitar las conversaciones ligeras. Todos los clérigos comían en común y se vestían del fondo común. Como lo dijo el Papa Pascual XI, "San Agustín adoptó con fervor y contribuyó a regularizar la forma de vida común que la primitiva Iglesia había aprobado como instituida por los Apóstoles". El santo fundó también una comunidad femenina. A la muerte de su hermana, que fue la primera "abadesa", escribió una carta sobre los primeros principios ascéticos de la vida religiosa. En esa epístola y en dos sermones se halla comprendida la llamada "Regla de San Agustín", que constituye la base de las constituciones de tantos canónigos y canonesas regulares. El santo obispo empleaba las rentas de su diócesis, como lo había hecho antes con su patrimonio, en el socorro de los pobres. Posidio refiere que, en varias ocasiones, mandó fundir los vasos sagrados para rescatar cautivos, como antes lo había hecho San Ambrosio. San Agustín menciona en varias de sus cartas y sermones la costumbre que había impuesto a sus fieles de vestir una vez al año a los pobres de cada parroquia y, algunas veces, llegaba hasta a contraer deudas para ayudar a los necesitados. Su caridad y celo por el bien espiritual de sus prójimos era ilimitado. Así, decía a su pueblo, como un nuevo Moisés o un nuevo San Pablo: "No quiero salvarme sin vosotros". "¿Cuál es mi deseo? ¿Para qué soy obispo? ¿Para qué he venido al mundo? Sólo para vivir en Jesucristo, para vivir en El con vosotros. Esa es mi pasión, mi honor, mi gloria, mi gozo y mi riqueza".
Pocos hombres han poseído un corazón tan afectuoso y fraternal como el de San Agustín. Se mostraba amable con los infieles y frecuentemente los invitaba a comer con él; en cambio, se rehusaba a comer con los cristianos de conducta públicamente escandalosa y les imponía con severidad las penitencias canónicas y las censuras eclesiásticas. Aunque jamás olvidaba la caridad, la mansedumbre y las buenas maneras, se oponía a todas las injusticias sin excepción de personas. San Agustín se quejaba de que la costumbre había hecho tan comunes ciertos pecados que, en caso de oponerse abiertamente a ellos, haría más mal que bien y seguía fielmente las tres reglas de San Ambrosio: no meterse a hacer matrimonios, no incitar a nadie a entrar en la carrera militar y no aceptar invitaciones en su propia ciudad para no verse obligado a salir demasiado. Generalmente, la correspondencia de los grandes hombres es muy interesante por la luz que arroja sobre su vida y su pensamiento íntimos. Así sucede, particularmente con la correspondencia de San Agustín. En la carta quincuagésima cuarta, dirigida a Januario, alaba la comunión diría, con tal de que se la reciba dignamente, con la humildad con que Zaqueo recibió a Cristo en su casa; pero también alaba la costumbre de los que, siguiendo el ejemplo del humilde centurión, sólo comulgan los sábados, los domingos y los días de fiesta, para hacerlo con mayor devoción. En la carta a Ecdicia explica las obligaciones de la mujer respecto de su esposo, diciéndole que no se vista de negro, puesto que eso desagrada a su marido y que practique la humildad y la alegría cristianas vistiéndose ricamente por complacer a su esposo. También la exhorta a seguir el parecer de su marido en todas las cosas razonables, particularmente en la educación de su hijo, en la que debe dejarle la iniciativa. En otras cartas, el santo habla del respeto, el afecto y la consideración que el marido debe a la mujer. La modestia y humildad de San Agustín se muestran en su discusión con San Jerónimo sobre la interpretación de la epístola a los Gálatas. A consecuencia de la pérdida de una carta, San Jerónimo, que no era muy paciente, se dio por ofendido. San Agustín le escribió: "Os ruego que no dejéis de corregirme con toda confianza siempre que creáis que lo necesito; porque, aunque la dignidad del episcopado supera a la del sacerdocio, Agustín es inferior en muchos aspectos a Jerónimo". El santo obispo lamentaba la actitud de la controversia que sostuvieron San Jerónimo y Rufino, pues temía en esos casos que los adversarios sostuviesen su opinión más por vanidad que por amor de la verdad. Como él mismo escribía, "sostienen su opinión porque es la propia, no porque sea la verdadera; no buscan la verdad, sino el triunfo".
La Verdad ante el error
Durante los treinta y cinco años de su episcopado, San Agustín tuvo que defender la fe católica contra muchas herejías. Una de las principales fue la de los donatistas, quienes sostenían que la Iglesia católica había dejado de ser la Iglesia de Cristo por mantener la comunión con los pecadores y que los herejes no podían conferir válidamente ningún sacramento. Los donatistas eran muy numerosos en Africa, donde no retrocedieron ante el asesinato de los católicos y todas las otras formas de la violencia. Sin embargo, gracias a la ciencia y el infatigable celo de San Agustín y a su santidad de vida, los católicos ganaron terreno paulatinamente. Ello exasperó tanto a los donatistas, que algunos de ellos afirmaban públicamente que quien asesinara al santo prestaría un servicio insigne a la religión y alcanzaría gran mérito ante Dios. El año 405, San Agustín tuvo que recurrir a la autoridad pública para defender a los católicos contra los excesos de los donatistas y, en el mismo año, el emperador Honorio publicó severos decretos contra ellos. El santo desaprobó al principio esas medidas, aunque más tarde cambió de opinión, excepto en cuanto a la pena de muerte. En 411, se llevó a cabo en Cartago una conferencia entre los católicos y los donatistas que fue el principio de la decadencia del donatismo. Pero, por la misma época, empezó la gran controversia pelagiana.
Pelagio era originario de la Gran Bretaña. San Jerónimo le describía como un hombre alto y gordo, repleto de avena de Escocia". Algunos historiadores afirman que era irlandés. En todo caso, lo cierto es que había rechazado la doctrina del pecado original y afirmaba que la gracia no era necesaria para salvarse; como consecuencia de su opinión sobre el pecado original, sostenía que el bautismo era un mero título de admisión en el cielo. Pelagio pasó de Roma a Africa el año 411, junto con su amigo Celestio y aquel mismo año, el sínodo de Cartago condenó por primera vez su doctrina. San Agustín no asistió al concilio, pero desde ese momento empezó a hacer la guerra al pelagianismo en sus cartas y sermones. A fines del mismo año, el tribuno San Marcelino le convenció de que escribiese su primer tratado contra los pelagianos. Sin embargo, el santo no nombró en él a los autores de la herejía, con la esperanza de así ganárselos y aun tributó ciertas alabanzas a Pelagio: "Según he oído decir, es un hombre santo, muy ejercitado en la virtud cristiana, un hombre bueno y digno de alabanza". Desgraciadamente Pelagio se obstinó en sus errores. San Agustín le acosó implacablemente en toda la serie de disputas, subterfugios y condenaciones que siguieron. Después de Dios, la Iglesia debe a San Agustín el triunfo sobre el pelagianismo. A raíz del saqueo de Roma por Alarico, el año 410, los paganos renovaron sus ataques contra el cristianismo, atribuyéndole todas las calamidades del Imperio. Para responder a esos ataques, San Agustín empezó a escribir su gran obra, 'La Ciudad de Dios", en el año de 413 y la terminó hasta el año 426. 'La Ciudad de Dios" es, después de las "Confesiones", la obra más conocida del santo. No se trata simplemente de una respuesta a los paganos, sino de toda una filosofía de la historia providencial del mundo.
En las 'Confesiones" San Agustín había expuesto con la más sincera humildad y contrición los excesos de su conducta. A los setenta y dos años, en las "Retractaciones", expuso con la misma sinceridad los errores que había cometido en sus juicios. En dicha obra revisó todos sus numerosísimos escritos y corrigió leal y severamente los errores que había cometido, sin tratar de buscarles excusas. A fin de disponer de más tiempo para terminar ése y otros escritos y para evitar los peligros de la elección de su sucesor, después de su muerte, el santo propuso al clero y al pueblo que eligiesen a Heraclio, el más joven de sus diáconos, quien fue efectivamente elegido por aclamación, el año 426. A pesar de esa precaución, los últimos días de San Agustín fueron muy borrascosos. El conde Bonifacio, que había sido general imperial en África, cayo injustamente en desgracia de la regente Placidia, e incitó a Genserico, rey de los vándalos, a invadir África. Agustín escribió una carta maravillosa a Bonifacio para recordarle su deber y el conde trató de reconciliarse con Placidia. Pero era demasiado tarde para impedir la invasión de los vándalos. San Posidio, por entonces obispo de Calama, describe los horribles excesos que cometieron y la desolación que causaron a su paso. Las ciudades quedaban en ruinas, las casas de campo eran arrasadas y los habitantes que no lograban huir, morían asesinados. Las alabanzas a Dios no se oían ya en las iglesias, muchas de las cuales habían sido destruidas. La misa se celebraba en las casas particulares, cuando llegaba a celebrarse, porque en muchos sitios no había alma viviente a quien dar los sacramentos; por otra parte, los pocos cristianos que sobrevivían no encontraban un solo sacerdote a quien pedírselos. Los obispos y clérigos que sobrevivieron habían perdido todos sus bienes y se veían reducidos a pedir limosna. De las numerosas diócesis de África, las únicas que quedaban en pie eran Cartago, Hipona y Cirta, gracias a que dichas ciudades no habían sucumbido aún.
El conde Bonifacio huyó a Hipona. Ahí se refugiaron también San Posidio y varios obispos de los alrededores. Los vándalos sitiaron la ciudad en mayo de 430. El sitio se prolongó durante catorce meses. Tres meses después de establecido, San Agustín cayó presa de la fiebre y desde el primer momento, comprendió que se acercaba la hora de su muerte. Desde que había abandonado el mundo, la muerte había sido uno de los temas constantes de su meditación. En su última enfermedad, el santo habló de ella con gozo: "¡Dios es inmensamente misericordioso!" Con frecuencia recordaba la alegría con que San Ambrosio recibió la muerte y mencionaba las palabras que Cristo había dicho a un obispo que agonizaba, según cuenta San Cipriano: "Si tienes miedo de sufrir en la tierra y de ir al cielo, no puedo hacer nada por ti". El santo escribió entonces: "Quien ama a Cristo no puede tener miedo de encontrarse con El. Hermanos míos, si decimos que amamos a Cristo y tenemos miedo de encontrarnos con El, deberíamos cubrirnos de vergüenza". Durante su última enfermedad, pidió a sus discípulos que escribiesen los salmos penitenciales en las paredes de su habitación y los cantasen en su presencia y no se cansaba de leerlos con lágrimas de gozo. San Agustín conservó todas sus facultades hasta el último momento, en tanto que la vida se iba escapando lentamente de sus miembros. Por fin, el 28 de agosto de 430, exhaló apaciblemente el último suspiro, a los setenta y dos años de edad, de los cuales había pasado casi cuarenta consagrado al servicio de Dios. San Posidio comenta: "Los presentes ofrecimos a Dios el santo sacrificio por su alma y le dimos sepultura". Con palabras muy semejantes había comentado Agustín la muerte de su madre. Durante su enfermedad, el santo había curado a un enfermo, sólo con imponerle las manos. Posidio afirma: "Yo sé de cierto que, tanto como sacerdote que como obispo, Agustín había pedido a Dios que librase a ciertos posesos por quienes se le había encomendado que rogase y los malos espíritus los dejaron libres".
Las principales fuentes sobre la vida y carácter de San Agustín son sus propios escritos, especialmente las Confesiones, el De Civitate De¡, la correspondencia y los sermones

domingo, agosto 26, 2007




¿Cómo responder a la Reina?




Exhortamos a todos los hijos de la Iglesia a renovar personalmente su propia consagración al Corazón Inmaculado de la Madre de la Iglesia, y a poner en práctica este acto noble del culto llevando una vida siempre más conforme a la voluntad divina, dentro de un espíritu de servicio filial y de santa imitación de su Reina del Cielo.
Pablo VI, Exhortación apostólica Signum Magnum II,8



Dios te salve, María,
llena eres de gracia,
el Señor es contigo,
bendita tú eres entre todas las mujeres
y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.
Santa María, Madre de Dios,
ruega por nosotros, pecadores,
ahora y en la hora de nuestra muerte.
Amen.

sábado, agosto 25, 2007



SAN BARTOLOMÉ: que ame lo que él ha creído y que predique lo que él ha enseñado. Oremos juntos.LuisMaria

Somos embajadores en nombre de Cristo y es Dios mismo quien os exhorta por boca nuestra(2 Corintios, 5, 20)

El nombre de Bartolomé es un patronímico que significa "Hijo de Tholmai", derivado del arameo a través del griego. El nombre de Tholmai aparece en el Antiguo Testamento (Núm. 13, 23, y 2 Sam. 3, 3), y Josefo lo cita en la forma griega, Tholomaios (Antigüedades, XX, I, 1).
Del apóstol Bartolomé el Nuevo Testamento no conoce más que el nombre, consignado en las cuatro listas del Colegio Apostólico (Mt. 10, 3; Mc. 3, 18; Lc. 6, 14, y Act. 1, 13).
Si el cuarto Evangelio no menciona a Bartolomé, señala por dos veces la presencia cerca de Jesús de un discípulo llamado Natanael, nombre derivado también del arameo, que quiere decir "Don de Dios".
Se plantea la cuestión de saber si Bartolomé y Natanael son el mismo personaje. Esta identificación es muy posible, puesto que Bartolomé es un simple patronímico, como Barabbas o Barjona, que puede usarse solo, pero supone, naturalmente, un nombre propio.
Pero, además, esta identificación es muy probable porque la vocación extraordinaria de Natanael, consignada en el cuarto Evangelio, no parece que fuera estéril. A continuación del relato de su primer encuentro con Jesús, San Juan introduce a nuevos personajes que comienzan a relacionarse con el joven Maestro, y uno de ellos debió ser nuestro apóstol.
"Al otro día, queriendo Jesús salir hacia Galilea, encontró a Felipe, y le dijo: Sígueme. Era Felipe de Betsaida, la ciudad de Andrés y de Pedro. Encontró Felipe a Natanael, y le dijo: Hemos hallado a aquel de quien escribió Moisés en la Ley y en los Profetas, a Jesús, hijo de José de Nazaret. Díjole Natanael: ¿De Nazaret puede salir algo bueno? Díjole Felipe: Ven y verás. Vio Jesús a Natanael, que venía hacia El, y dijo de él: He aquí un verdadero israelita en quien no hay dolo. Díjole Natanael: ¿De dónde me conoces? Contestó Jesús y le dijo: Antes que Felipe te llamase, cuando estabas debajo de la higuera, te vi. Natanael le contestó: Rabbi, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel. Contestóle Jesús y le dijo: ¿Porque te he dicho que te vi debajo de la higuera crees? Cosas mayores has de ver. Y añadió: En verdad, en verdad te digo, que veréis abrirse el cielo y a los ángeles de Dios subiendo y bajando sobre el Hijo del hombre" (lo. 1, 43-51).
Este Natanael, que tan cumplido elogio mereció de Cristo, era de Caná (lo. 21, 2), dato que consigna San Juan al presentarle por segunda vez, cuando la pesca milagrosa en el Tiberíades después de la resurrección del Señor. Era también amigo de Felipe, como acabamos de ver, y quizá esta amistad sea la razón de que Bartolomé y Felipe formen pareja en la lista de los apóstoles que traen los sinópticos, lo cual confirma la tesis de que Bartolomé y Natanael son una sola persona.
Las objeciones en contra no tienen peso. Porque si en antiguos catálogos de apóstoles figuran como distintos, también son distintos Pedro y Cefas, con lo que pierden toda autoridad tales documentos. Y si San Agustín se inclina igualmente a distinguirlos (Comm. in Io., I, 843), y le sigue San Gregorio Magno, lo hace dando una interpretación demasiado personal al pasaje "¿De Nazaret puede salir nada bueno?", que le descubriría como "doctor de la Ley", demasiado suspicaz para que Cristo le admitiera como apóstol, lo cual está en contradicción con el elogio del mismo Cristo y se explica suficientemente admitiendo que Natanael no dominara del todo sus sentimientos de paisanaje. Caná y Nazaret eran poblaciones demasiado cercanas para que entre ambas no hubiera rivalidades.
Probada de esta forma la identidad de Bartolomé y Natanael, recapacitemos un instante sobre su primer encuentro con Jesús. Alma noble e impresionable, sin dobleces ni recovecos, manifiesta con todo candor sus emociones, pasando de la duda a la admiración y a la entrega. Juega Jesús con esta fogosidad del discípulo, y le prepara ya desde ahora para las grandes teofanías y revelaciones.
Lo de la higuera fue un simple destello de su sabiduría divina. "¿Porque te he dicho eso crees? Cosas mayores has de ver." La primera gran manifestación llegará a los tres días, y precisamente en Caná, para que obrando allí el prodigio desaparezca toda sospecha contra el descendiente de Nazaret. Porque en el reino de Dios no hay compromisos aldeanos de patria o lugar, de carne o sangre.
En Caná, patria de Bartolomé, asistió Jesús con su Madre y sus discípulos a aquella boda que envidiarían los esposos jóvenes de todos los siglos. En ella convirtió el agua en vino y elevó el contrato a sacramento, el amor humano a caridad sobrenatural, dando así su regalo nupcial anticipado a todos los matrimonios cristianos.
El maestresala, atolondrado con el apuro de faltar el vino, no sabía la procedencia del vino nuevo; pero sí estaban al tanto de ello los criados, que llenaron de agua hasta rebosar las ánforas de las abluciones. Ciertamente que Jesús había hecho una espléndida manifestación de su gloria y con razón podían creer en él sus discípulos. ¿Sería descabellado imaginarnos un aparte de Felipe a Bartolomé al gustar el vino milagroso: "¡Qué! ¿Puede salir algo bueno de Nazaret?"
Y aquello era sólo el comienzo. Restaban mayores cosas, no tanto por los prodigios espectaculares cuanto por la intimidad con el Señor. ¡La dicha de convivir hora a hora con el Maestro! Jesús va moldeando a sus discípulos como el alfarero el dócil barro. La materia prima es buena, la gracia divina hará lo demás. Los apóstoles fueron la mejor obra artesana del Carpintero de Nazaret.
El Evangelio, parco siempre y contenido, no desciende a muchos detalles que saciarían nuestra devota curiosidad; pero a través de sus páginas podemos seguir las andanzas del Colegio Apostólico. Presididos por el Maestro recorren, en continuo trajín pueblos y aldeas, predican en sinagogas y plazas, a las orillas del lago o en los repechos de la montaña. Las turbas les acosan, sin darles lugar a descanso, "pues eran muchos los que iban y venían y ni tiempo de comer les dejaban" (Mc. 6, 31).
Esto de la comida era frecuente, como cuando se percatan, después de haber subido a la barca, que han olvidado proveerse de pan (Mt. 8, 14), o cuando tienen que comer espigas de los sembrados, desgranándolas con las manos, lo que provoca un conflicto con los fariseos, por ser día de sábado (Mt. 12, 1), o buscan higos en la higuera estéril (Mt. 21, 18).
De dormir tampoco andarían muy sobrados. El Señor pasaba las noches en oración y sus discípulos procurarían imitarle. Pero es que les vemos en diferentes ocasiones cruzando el lago de noche, para aprovechar el tiempo, como después de las dos multiplicaciones de los panes y los peces, y puede que también durante la tempestad, cuando el mismo Señor, rendido, se durmió en la navecilla (Mt. 8, 24).
Era la vida errante que Cristo había mostrado al discípulo tímido que deseaba seguirle. "Las zorras tienen sus guaridas y las aves del cielo sus nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reposar su cabeza" (Lc. 9, 58).
Y como El los suyos. Dependían de la caridad ajena, de los amigos que les invitaban a comer, del socorro de las santas mujeres o de la administración tacaña de Judas, que, como ladrón, robaba de la bolsa común (lo. 21, 5).
¿Cuál era la condición de los apóstoles? En lo social pertenecían a lo que pudiéramos llamar una clase media acomodada. Juan y Santiago, los hijos del Zebedeo, tenían un próspero negocio de pesca, con barca propia y criados. Similar era la situación de Simón y Andrés, y por el estilo la de Felipe y Bartolomé, los galileos que vivían en la región ribereña del lago. Probablemente alternaban el oficio de la pesca con otras profesiones artesanas, o con el pastoreo y la labranza.
En lo cultural poseían la instrucción de los de su clase, basada en un conocimiento suficiente de la Ley y la literatura religiosa judía, y seguramente sabían, además del arameo, el griego común, la lengua que se hablaba en Cafarnaúm y sus aledaños, por ser nudo de comunicaciones y comercio.
En lo religioso eran almas sinceras, asiduos a la sinagoga los sábados, cumplidores sin escrúpulos nimios de la Ley, encendidos en la esperanza del Mesías, entregados de lleno al ideal de salvación de Israel que el Maestro predicaba, aunque algunas veces se dejaran llevar de interpretaciones algo terrenas.
¿Cómo se manifiestan los apóstoles? Con una mezcla muy humana de buenas cualidades y defectos.
Son generosos, lo han dejado todo, sus casas, su familia, sus amistades, su profesión... Han roto todos los lazos que les unían a cosas tan queridas y entrañables, y se han lanzado a la gran aventura.
Son leales a su Maestro, y tiemblan la noche de la cena, cuando les anuncia que entre ellos se encuentra un traidor.
Piden al Señor que les aumente la fe, que les enseñe a orar, que les explique las parábolas, todo lo cual denota una enorme buena voluntad y un deseo grande de aprovechamiento.
Junto a estas excelentes cualidades apuntan las imperfecciones. Son puntillosos, buscan los primeros puestos, quieren figurar. Son cobardes cuando regresa Jesús a Judea y cuando le abandonan la noche del prendimiento.
No entienden tampoco la Pasión, por más explicaciones y anuncios que el Señor les da.
Mas Jesús, con paciencia infinita, les va instruyendo y formando, aunque deje también para el Espíritu el completar interiormente su obra.
Alterna la teoría con la práctica y por dos veces les envía a evangelizar los poblados galileos, concediéndoles poderes de arrojar los demonios y realizar milagros.
Ellos volvieron radiantes por el fruto cosechado, y entonces Jesús exulta de gozo, porque su Padre revela estas cosas a los pequeñuelos y se las esconde a los sabios y prudentes.
Fueron tres años de trabajo y convivencia que dejaron en su alma un poso inolvidable. Jesús los destinaba a ser sus sucesores en el ministerio pastoral. Ellos gobernarían la grey cristiana y les concedió amplísimos poderes. Les transmitió su sacerdocio, con la potestad de ofrecer el sacrificio de su Cuerpo y Sangre y administrar los sacramentos, signos eficaces de la gracia. Les encomendó el depósito de su doctrina, haciéndolos maestros y doctores.
Tenían que superar la hora de la prueba, cuando fue como si todo se derrumbara. Ya lo había predicho el Maestro: "Todos padeceréis escándalo por mí esta noche". Ellos, que esperaban había de redimir a Israel...
Mas ¡qué sobresalto cuando empiezan a llegar noticias confusas de que vive! Y aquella misma tarde del domingo, estando en el cenáculo con las puertas cerradas, se les aparece Jesús: "La paz con vosotros. Yo soy; no temáis. Mirad mis llagas".
Allí estaba también Bartolomé, que no faltó a la reunión de los hermanos, como Tomás, apóstol individualista.
Y también estuvo con otros siete discípulos la noche aquella en que Pedro, recordando su juventud, dijo:
—Voy a pescar.
Y los demás dijeron:
—Vamos también nosotros contigo.
Era al filo de la madrugada, cuando una sombra gritó desde la orilla:
—Muchachos, ¿tenéis algo que comer?
—No —contestaron ellos secamente.
—Pues echad la red a la derecha del navío.
Y no podían sacar las redes por la abundancia de la pesca. Entonces Juan, el más joven, susurró a Pedro:
—Es el Señor.
Y Pedro, impetuoso, sin esperar a que la barca llegara a la orilla, se lanzó a nado, porque estaban cerca de la costa.
Después fue la ascensión del Señor desde el monte Olivete. Y diez días más tarde la efusión del Espíritu Santo, y la proclamación de la Iglesia, y las primeras conversiones, y los primeros fieles, y la comunidad de todos, hasta formar una sola alma y un solo corazón.
Pero el Maestro había dicho que predicaran en todo el mundo. ¿Adónde marchó San Bartolomé? Todo es obscuro y confuso en su vida, emborronado por la literatura apócrifa y la leyenda.
Según las Actas de Felipe habría predicado en Licaonia y en la Frigia; según el Martirio de San Bartolomé, pasión legendaria de la que se conservan dos redacciones, una en griego y otra en latín, habría predicado en el Ponto y el Bósforo; según la tradición que se remonta a Panteno y recoge Eusebio en su Historia, habría predicado en las Indias, entendiendo por tales las Indias orientales, donde habría llevado el Evangelio en arameo escrito por San Mateo; o a un país vecino a Etiopía o a la Arabia Feliz, según las referencias que tomaron los historiadores Rufino y Sócrates.
Y todavía quedan leyendas más seguras que sitúan a nuestro Santo en Mesopotamia, Persia y Armenia. Allí habría predicado la fe en Areobanos, no lejos de Albak, y habría convertido a la hermana del rey, quien, en un acceso de ira, le mandó desollar vivo y decapitarlo. Desde luego los armenios le tienen por patrono principal, y por las circunstancias de su martirio lo es también de los carniceros y curtidores.
En mis recuerdos infantiles se halla ligada la historia de San Bartolomé, patrono de mi pueblo natal, a esta coplilla que se cantaba la mañana del día 24 de agosto en el rosario de la aurora, y recoge la imagen del Santo que nos ha transmitido la iconografía:
No hay ningún santo en el cieloque tenga la honra de Bartolomé, porque tiene el cuchillo en la mano, el pellejo al hombro y el diablo a los pies. Y habéis de saber que este Santo fue martirizado porque predicaba nuestra santa fe.
Lo del pellejo al hombro y el cuchillo en la mano está relacionado con su martirio; lo del demonio encadenado se refiere al milagro que hizo el Santo aherrojando con cadenas al demonio que hablaba por boca del ídolo Astaroth, que engañaba a los cándidos habitantes de una de las ciudades que evangelizó.
El culto a San Bartolomé está sujeto a la crítica tanto como su propia vida. Las leyendas armenias y coptas aseguran que su cuerpo fue arrojado al mar. Teodoro el Lector y Procopio hablan de un traslado a Daras, en Mesopotamia. Gregorio de Tours dice que llegó milagrosamente a la isla de Lípari. De allí, por miedo a los sarracenos, fue transportado en 808 a Benevento, y más tarde, el año 1000, fue llevado a Roma por gestiones de Otón III, depositándolo en la iglesia de San Adalberto, en la isla Tiberina, que desde entonces se llamó de San Bartolomeo in ínsula, y llegó a ser título cardenalicio. Aunque no está claro si los beneventanos dieron las reliquias del apóstol o las de San Paulino de Nola. Sin embargo, la festividad de hoy es por esta fecha de su traslación. En la Roma medieval llegó a tener dedicadas otras muchas iglesias, lo que se explica por la gran devoción que los fieles han profesado siempre a este glorioso apóstol.
Fuente: Año Cristiano, T.III, BAC; Casimiro Sanchez Aliseda
¿Adónde se fue el espíritu de los apóstoles? ¿Dónde están la humildad, los trabajos, el celo de la primitiva Iglesia? (San Bernardo).

ORACIÓN
Dios omnipotente y eterno, que nos inspiráis santa fe en la solemnidad del Apóstol San Bartolomé, os suplicamos que concedáis a vuestra Iglesia que ame lo que él ha creído y que predique lo que él ha enseñado. Por J. C. N. S. Amén.