martes, marzo 06, 2007

EL CAMINO DE LA CRUZ O VIA CRUCIS

Es una de las formas más expresivas, más sólidas y extendidas de la devoción del pueblo cristiano a la Pasión de Cristo que se reza, durante la Santa Cuaresma, los dias miércoles y viernes.

Desde los primeros siglos los peregrinos de Jerusalén veneraban los lugares santos, especialmente el Gólgota y el Sepulcro. Según las revelaciones de Dios a Santa Brígida, luego de la muerte de Cristo, el mayor consuelo de su Madre era recorrer los lugares de aquel sagrado camino regados con la sangre de su Hijo. La imposibilidad de ir a Jerusalén o el deseo de recordar con frecuencia en su propia tierra los momentos de la Pasión, hizo nacer en la cristiandad diversas formas de representar aquellos lugares para ser recorridos en una especie de peregrinación espiritual. Variando en tiempos y lugares, prácticas y estaciones; parece ser que el actual Via Crucis de 14 estaciones procede de la España del s. XVll, luego difundido por todo el mundo.

Su ejercicio tiene indulgencia plenaria cuando se hace ante estaciones legítimamente erigidas. Si bien es costumbre laudable leer un texto y rezar determinadas oraciones, puede hacerse meditando mentalmente lo que propone cada estación.

"No hay cosa tan eficaz para curar las llagas de nuestra conciencia y purgar y perfeccionar nuestra alma como la frecuente y continua meditación de las llagas de Cristo y de su Pasión y Muerte", nos recordaba San Bernardo.

Te envio el texto que confeccionara y leyera el entonces Cardenal Ratzinguer, aquel Viernes Santo del 2005, ante la presencia sufriente de Juan Pablo II y te invito que oremos juntos en esta Santa Cuaresma... adorando a Cristo y bendiciendolo... Porque con su Santa Cruz nos redimió. LuisMaria

PRESENTACIÓN DEL VÍA CRUCIS EN EL COLISEO
VIERNES SANTO 2005

El tema central de este Vía crucis se indica ya al comienzo, en la oración inicial, y después de nuevo en la XIV Estación. Es lo que dijo Jesús el Domingo de Ramos, inmediatamente después de su ingreso en Jerusalén, respondiendo a la solicitud de algunos griegos que deseaban verle: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, dará mucho fruto» (Jn 12, 24). De este modo, el Señor interpreta todo su itinerario terrenal como el proceso del grano de trigo, que solamente mediante la muerte llega a producir fruto. Interpreta su Vida terrenal, su Muerte y Resurrección, en la perspectiva de la Santísima Eucaristía, en la cual se sintetiza todo su misterio. Puesto que ha consumado su Muerte como ofrecimiento de Sí, como acto de Amor, su Cuerpo ha sido transformado en la nueva vida de la Resurrección. Por eso Él, el Verbo hecho carne, es ahora el alimento de la auténtica vida, de la vida eterna. El Verbo eterno –la fuerza creadora de la vida– ha bajado del Cielo, convirtiéndose así en el verdadero maná, en el pan que se ofrece al hombre en la fe y en el sacramento. De este modo, el Vía Crucis es un camino que se adentra en el misterio eucarístico: la devoción popular y la piedad sacramental de la Iglesia se enlazan y compenetran mutuamente. La oración del Vía Crucis puede entenderse como un camino que conduce a la comunión profunda, espiritual, con Jesús, sin la cual la comunión sacramental quedaría vacía. El Vía Crucis se muestra, pues, como recorrido «mistagógico» (Mistagogía: proceso del crecimiento del cristiano en el Misterio de Dios).

A esta visión del Vía Crucis se contrapone una concepción meramente sentimental, de cuyos riesgos el Señor, en la VIII Estación, advierte a las mujeres de Jerusalén que lloran por Él. No basta el simple sentimiento; el Vía Crucis debería ser una escuela de fe, de esa fe que por su propia naturaleza «actúa por la caridad» (Ga 5, 6). Lo cual no quiere decir que se deba excluir el sentimiento. Para los Padres de la Iglesia, una carencia básica de los paganos era precisamente su insensibilidad; por eso les recuerdan la visión de Ezequiel, el cual anuncia al pueblo de Israel la promesa de Dios, que quitaría de su carne el corazón de piedra y les daría un corazón de carne (cf. Ez 11, 19). El Vía Crucis nos muestra un Dios que padece Él mismo los sufrimientos de los hombres, y cuyo amor no permanece impasible y alejado, sino que viene a estar con nosotros, hasta su Muerte en la Cruz (cf. Flp 2, 8). El Dios que comparte nuestras amarguras, el Dios que se ha hecho hombre para llevar nuestra cruz, quiere transformar nuestro «corazón de piedra» y llamarnos a compartir también el sufrimiento de los demás; quiere darnos un «corazón de carne» que no sea insensible ante la desgracia ajena, sino que sienta compasión y nos lleve al amor que cura y socorre. Esto nos hace pensar de nuevo en la imagen de Jesús acerca del grano, que Él mismo trasforma en la fórmula básica de la existencia cristiana: «El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna» (Jn 12, 25; cf. Mt 16, 25; Mc 8, 35; Lc 9, 24; 17, 33: «El que pretenda guardarse su vida, la perderá; y el que la pierda, la recobrará»). Así se explica también el significado de la frase que, en los Evangelios sinópticos, precede a estas palabras centrales de su mensaje: «El que quiera venir conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga» (Mt 16, 24). Con todas estas expresiones, Jesús mismo ofrece la interpretación del Vía Crucis, nos enseña cómo hemos de rezarlo y seguirlo: es el camino del perderse a sí mismo, es decir, el camino del amor verdadero. Él ha ido por delante en este camino, el que nos quiere enseñar la oración del Vía Crucis. Volvemos así al grano de trigo, a la Santísima Eucaristía, en la cual se hace continuamente presente entre nosotros el fruto de la Muerte y Resurrección de Jesús. En la Eucaristía Jesús camina con nosotros, en cada momento de nuestra vida de hoy, como aquella vez con los discípulos de Emaús.

ORACIÓN INICIAL

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
R. Amen.

Señor Jesucristo, has aceptado por nosotros correr la suerte del gano de trigo que cae en tierra y muere para producir mucho fruto (Jn 12, 24). Nos invitas a seguirte cuando dices: «El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna» (Jn 12, 25). Sin embargo, nosotros nos aferramos a nuestra vida. No queremos abandonarla, sino guardarla para nosotros mismos. Queremos poseerla, no ofrecerla. Tú te adelantas y nos muestras que sólo entregándola salvamos nuestra vida. Mediante este ir contigo en el Vía Crucis quieres guiarnos hacia el proceso del grano de trigo, hacia el camino que conduce a la eternidad. La cruz –la entrega de nosotros mismos– nos pesa mucho. Pero en tu Vía Crucis Tú has cargado también con mi cruz, y no lo has hecho en un momento ya pasado, porque tu Amor es por mi vida de hoy. La llevas hoy conmigo y por mí y, de una manera admirable, quieres que ahora yo, como entonces Simón de Cirene, lleve contigo tu Cruz y que, acompañándote, me ponga contigo al servicio de la redención del mundo. Ayúdame para que mi Vía Crucis sea algo más que un momentáneo sentimiento de devoción. Ayúdanos a acompañarte no sólo con nobles pensamientos, sino a recorrer tu camino con el corazón, más aún, con los pasos concretos de nuestra vida cotidiana. Que nos encaminemos con todo nuestro ser por la vía de la cruz y sigamos siempre tu huellas. Líbranos del temor a la cruz, del miedo a las burlas de los demás, del miedo a que se nos pueda escapar nuestra vida si no aprovechamos con afán todo lo que nos ofrece. Ayúdanos a desenmascarar las tentaciones que prometen vida, pero cuyos resultados, al final, sólo nos dejan vacíos y frustrados. Que en vez de querer apoderarnos de la vida, la entreguemos. Ayúdanos, al acompañarte en este itinerario del grano de trigo, a encontrar, en el «perder la vida», la vía del amor, la vía que verdaderamente nos da la vida, y vida en abundancia (Jn 10, 10).

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