domingo, noviembre 12, 2006

RIOSALADO


María: la verdadera confianza


La actitud de María ante la adversidad es un ejemplo del que podemos aprender mucho para crecer en un valor tan importante como la confianza.
La confianza está devaluada. Parece que vivimos con la única certeza de que alguien nos engaña constantemente. Desconfiamos en todos los niveles: desde quien se acerca a preguntarnos la hora en la calle hasta de las promesas políticas, pasando por la autoridad, el padre de familia, el maestro, los amigos, etc.

Mucha de esa suspicacia se nutre de las malas experiencias que hemos padecido. Sin embargo, en nuestra desconfianza a veces interviene también una gran falta de visión sobrenatural y un profundo pesimismo, incompatibles con los verdaderos cristianos.
No se trata de ser ingenuos ni optimistas gratuitos que van por la vida sin criterio alguno, fiándose de todo y de todos. La confianza de los hijos de Dios tiene su raíz en la fe que nace del amor a la voluntad divina.
El mejor ejemplo de la confianza que debe privar en cualquiera de nosotros es María Santísima.El Catecismo es muy claro al respecto: “Durante toda su vida, y hasta su última prueba (cf. Lc 2,35), cuando Jesús, su hijo, murió en la cruz, su fe no vaciló. María no cesó de creer en el "cumplimiento" de la palabra de Dios.
Por todo ello, la Iglesia venera en María la realización más pura de la fe”.
La Virgen toma la fuerza necesaria para cumplir su misión de esa confianza plena en el Señor y, por eso, la Iglesia puede llamarla: “la realización más pura de la fe”.
Cuántas veces no tambaleamos ante la menor adversidad y nos dejamos llevar por la inquietud, propia del niño que no confía plenamente en su padre.La vida no es fácil, cierto, pero no la vivimos solos.
Ese es exactamente el sentido de la filiación divina, vivir conscientes de que somos hijos de Dios y actuar en consecuencia: “todo lo puedo en Aquel que me conforta”. La mayoría de las veces, las cosas no saldrán como las habíamos planeado.
A María le sucedió; sin embargo, no hubo reclamo, queja o atisbo alguno de pesimismo, sino confianza en que Dios estaba con ella. Y esta seguridad nace de la entrega a la voluntad divina, de la plena identificación con el querer de Nuestro Señor.
Porque quien mira el mundo con ojos cristianos no es un crédulo que supone que Dios lo arreglará todo, en caso de que las cosas salgan mal. El verdadero cristiano pone todo de su parte para que todo vaya de la mejor manera, pero si en ese proceso surge algún inconveniente, sabe también que Dios dispuso otra cosa y que, por eso, aquellas circunstancias también nos convienen.Aquí aparece de nuevo el ejemplo de María, quien pone en juego su personalidad entera para el cumplimiento de la tarea recibida, una tarea que de ningún modo le resulta extraña porque la ha hecho suya con base en su amor a Dios, en su abandono a su voluntad.Urge devolver la confianza a nuestro entorno.
Para ello, lo primero es fortalecer nuestra fe, tratar intensamente a Nuestro Señor en la oración y pedir su ayuda con humildad y plena esperanza. Sólo así podremos confiar en nosotros mismos y, muy importante, confiar en los demás, que también son hijos de Dios.

Fuente: Encuentra.com

Madre de la confianza

Madre siempre fiel,cuando te asaltó la incertidumbre,cuando las cosas se te hacían complicadas,supiste confiar.
¡Y cómo confiaste!En el momento cumbre de la historiacon decisión y firmezapronunciaste aquel bienaventurado"Hágase", del que viene nuestra salud.
¡Y siempre lo mantuviste!Las desconfianzas de otros,los decires de tantosnunca te apartaronde la santa confianza.
Obténme,Santa María de la Confianza,el auxilio divino que me permita superarlas incertidumbres que ahora me acosan.Que así sea.



EL MISTERIO DE LA IGLESIA, INSEPARABLE DEL MISTERIO DE CRISTO
San Pablo nos dice que Dios ha puesto

<> (Ef.1,22-23).

Por estas palabras, en las que se refiere a la Iglesia, acaba el Apóstol de indicar la economía del misterio de Cristo, no comprenderemos bien este misterio si no seguimos a San Pablo en su exposición.
CRISTO NO PUEDE CONCEBIRSE SIN LA IGLESIA; a través de toda su vida, de todos sus actos, Jesús perseguía la gloria de su Padre, pero la Iglesia era la obra maestra por la cual debía procurar sobre todo esa gloria.

CRISTO VINO A LA TIERRA PARA CREAR Y ORGANIZAR LA IGLESIA.

Es la obra a la cual se encamina toda su existencia y la que confirma por su Pasión y Muerte. El amor hacia su Padre condujo a Cristo hacia el monte Calvario; pero era con el fin de formar allí la Iglesia y hacer de ella, purificándola amorosamente por medio de su sangre divina, una esposa sin mancha ni lunar ( Ef. 5,25-26); tales son las palabras de San Pablo. Veamos, pues, lo que es para el gran Apóstol esa Iglesia, cuyo nombre acude con tanta frecuencia a su pluma que resulta inseparable del nombre de Cristo.

Podemos considerar a la Iglesia de dos maneras. Como sociedad visible, jerárquica, fundada por Cristo para continuar en la tierra su misión santificante; este organismo visible está animado por el Espíritu Santo; considerada de este modo se la puede llamar el Cuerpo Místico de Cristo.

Podemos considerar también lo que constituye el alma de la Iglesia, es decir, al Espíritu Santo que se une a las almas mediante la gracia y la caridad.

Es cierto que la unión al alma de la Iglesia, es decir, al Espíritu Santo por la gracia santificante y el amor, es más importante que la unión al cuerpo de la misma Iglesia, es decir, que la incorporación al organismo visible, pero en la economía normal del Cristianismo las almas no entran a participar de los bienes y privilegios del reino invisible de Cristo, sino uniéndose a la sociedad visible.

LA IGLESIA, SOCIEDAD FUNDADA SOBRE LOS APÓSTOLES:

DEPOSITARIA DE LA DOCTRINA Y DE LA AUTORIDAD DE JESÚS, DISPENSADORA DE LOS SACRAMENTOS,

CONTINUADORA DE SU OBRA DE RELIGIÓN. NO SE VA A CRISTO SINO POR LA IGLESIA.

Lo que debemos saber es que ella es en la tierra la continuadora de la misión de Jesús, por su doctrina, por su jurisdicción, por los sacramentos, por su culto.

Por su doctrina que guarda intacta e íntegra en una tradición viva y nunca interrumpida. Por su jurisdicción, en virtud de la cual tiene autoridad para dirigirnos en nombre de Cristo.

Por los sacramentos, con los cuales nos facilita el acceso a las fuentes de la gracia que su divino Fundador creó. Por su culto, que ella misma organiza para tributar toda gloria y todo honor a Cristo y a su Padre.

¿Cómo la Iglesia continúa a Cristo por su doctrina y su jurisdicción?

Cuando Cristo vino al mundo, el único medio de ir al Padre era la sumisión entera a su Hijo Jesús:

<>. Al principio de la vida pública del Salvador, el Padre Eterno, presentando su Hijo a los judíos, les decía:

<>.

Pero después de su Ascensión, Cristo dejó sobre la tierra a su Iglesia, y esa Iglesia es como la continuación de la Encarnación entre nosotros.

Esa Iglesia, es decir, el Soberano Pontífice y los Obispos con los pastores que les están sometidos, nos habla con toda la infalible autoridad del mismo Cristo.

Mientras vivía en la tierra, Cristo contenía en sí la infabilidad:

<>. (Jn 14, 6; 8,12).
Pero antes de dejarnos confió este prerrogativa a su Iglesia:

<> (íb. 20, 21).

<<>> (Lc 10,16).

<

El Cristianismo, en su verdadera esencia, no es posible sin esta sumisión absoluta a la doctrina y a las leyes de la Iglesia.

Esa sumisión es la que distingue propiamente al católico del protestante. –Este, por ejemplo, puede creer en la presencia real de Jesús en la Eucaristía; pero si lo hace, es porque considera que esa doctrina está contenida en la Escritura y en la Tradición, interpretadas de acuerdo con los dictados de su razón y luces personales; el católico cree porque se lo enseña la Iglesia, que es la que ocupa el lugar de Cristo, los dos admiten la misma verdad, pero de distinto modo.

El protestante no se somete a ninguna autoridad, no depende más que de sí mismo; el católico recibe a Cristo con todo lo que ha enseñado fundado.

El Cristianismo es prácticamente la sumisión a Cristo en la persona del Soberano Pontífice y de los pastores que al él están unidos, sumisión de la inteligencia a sus enseñanzas, sumisión de la voluntad a sus mandatos.

Este camino es seguro, porque nuestro Señor está con sus Apóstoles hasta la consumación de los siglos, y ha rogado por Pedro y sus sucesores para que su fe nunca vacile ni se extinga. (Lc 22, 32)

Órgano de Cristo en su doctrina, la Iglesia es también continuación viviente de su mediación.

Es verdad, como antes he dicho, que Cristo después de su muerte ya no puede merecer; pero está siempre vivo intercediendo sin cesar delante de su Padre a favor nuestro. Os he dicho, sobretodo, al instituir los Sacramentos, es cuando fijó y determinó los instrumentos de que iba a servirse para aplicarnos, después de su Ascensión, sus méritos y darnos su gracia. –

Pero ¿dónde están los Sacramentos?- Nuestro Señor se ha confiado a la Iglesia.

<> ( Mt 28, 19).

Les comunica el poder de perdonar y retener los pecados: <> (Jn 20,23 –Lc 7,19).

es dejó el encargo de renovar en su nombre y en memoria suya el sacrificio de su cuerpo y de su sangre.

¿Deseáis ingresar en la familia de Dios, sed admitidos en el número de sus hijos, sed incorporados a Cristo? – Acudid a la Iglesia, el Bautismo es la única puerta de entrada. Para obtener perdón de nuestras culpas, a la Iglesia hemos también de acudir. [Salvo por supuesto, el caso de imposibilidad inmaterial; porque entonces basta la contrición perfecta.- Hablamos de la regla, y no de sus excepciones, por numerosas que se le supongan. Fuera de esto, la contrición perfecta comprende, al menos implícitamente, la resolución y el deseo de acudir a la Iglesia].

Si queremos recibir el alimento de nuestras almas hemos de esperarlo de los ministros que han recibido, por el Sacramento del Orden los poderes sagrados de dispensar el Pan de vida.

La unión, entre bautizados, del hombre y de la mujer, que la Iglesia no consagra con su bendición, culpable es. Así, pues, los medios oficiales establecidos por Jesús, los veneros de gracia que ha hecho brotar para nosotros los custodia la Iglesia. Y en ella, los encontramos, porque a ella se los confío Cristo.

Nuestro Señor, en fin, encomendó a su Iglesia la misión de continuar en este suelo su obra de religión.

En la tierra Jesucristo ofrecía a su Padre un cántico perfecto de alabanza; su alma contemplaba sin cesar las divinas perfecciones; y de esta contemplación nacía en ella una adoración y un tributo no interrumpido de alabanzas a la gloria del Padre.

Por su Encarnación, Cristo asocia, en principio, todo el género humano a la práctica de esta alabanza, y al subir de nuevo a la gloria, confía a la Iglesia el cuidado de perpetuar en su nombre estos cánticos que suben hasta el Padre.

En torno del sacrificio de la Misa, centro de toda nuestra religión, la Iglesia organiza el culto público, que ella sola tiene derecho a ofrecer en nombre de Cristo su Esposo, y, de hecho, establece todo un conjunto de oraciones, de fórmulas, de cánticos, que engastan sus sacrificio; en el curso del ciclo litúrgico, ella es quien distribuye la celebración de los misterios de su divino Esposo, de modo, que sus hijos puedan cada año vivir de nuevo aquellos misterios, y dar por ellos gracias a Jesús y a su Padre, y beber en ellos la vida divina que fluye de ellos por haber sido vividos antes por Jesús.

Todo su culto convergen en Cristo. Apoyándose en las satisfacciones infinitas de Jesús, en su caridad de mediador universal y siempre vivo,

la Iglesia termina sus plegarias:

<>,

y del mismo modo, pasando por Cristo, toda adoración y toda alabanza de la Iglesia sube al Padre Eterno y es acogida con agrado en el santuario de la Trinidad:

<> (Ordinario de la Misa).

Tal es pues, el modo con que la Iglesia fundada por Jesús prosigue acá abajo su obra divina. – La Iglesia es la depositaria auténtica de la doctrina y de la ley de Cristo, la dispensadora de sus gracias entre los hombres, la esposa en fin, que en nombre de Cristo ofrece a Dios por todos sus hijos la alabanza perfecta.

Y así, la Iglesia está tan unida a Cristo, posee de tal modo la abundancia de sus riquezas, que bien puede decirse que ella es el mismo Cristo viviente en el transcurso de los siglos.

Cristo vino a la tierra no ya solo por lo que en su tiempo moraban en Palestina, sino por todos los hombres de todas las edades.

Cuado privó a los hombres de su presencia sensible, les dio la Iglesia, con su doctrina, su jurisdicción, sus sacramentos, su culto, cual si quedara Él mismo: en la Iglesia, por consiguiente, encontramos a Cristo.

Nadie va al Padre -y en el ir a al Padre consiste toda la salvación y la santidad- sino por Cristo (Jn 14,6).

Pero grabad bien en vuestra memoria esta verdad no menos capital: Nadie va a Cristo sino por la Iglesia, no somos de Cristo si no somos, de hecho o por deseo, de la Iglesia; no vivimos la vida de Cristo si no en cuanto estamos unidos a la Iglesia.
Beato Dom Columba Marmión

Salmo 22 (Vg)EL BUEN PASTOR

El Señor es mi Pastor, nada me faltar:en verdes praderas me hace recostar;me conduce hacia fuentes tranquilasy repara mis fuerzas;me guía por el sendero justo,por el honor de su nombre.Aunque camine por cañadas oscuras,nada temo, porque tu vas conmigo:tu vara y tu cayado me sosiegan.Preparas una mesa ante mí,enfrente de mis enemigos;me unges la cabeza con perfume,y mi copa rebosa.Tu bondad y tu misericordia me acompañantodos los días de mi vida,y habitaré en la casa del Señorpor años sin término.





10 de NOVIEMBRE

SAN LEÓN MAGNO, Papa

De vuestra boca no salga ningún discurso malosino los que sean buenos para edificar en la fe,a fin de dar gracia a los que oyen.(Efesios, 4, 29).
La soberana personalidad de San León Magno es, en realidad, tan grandiosa, que apenas sabemos de él más datos —olvidados los de su infancia, educación y juventud— que los gigantes de su pontificado.
Debió nacer en los primeros años del siglo V o finales del anterior, época crucial y erizada de problemas, donde habían de brillar sus dotes excepcionales.
Parece que fue romano, (tusco le llama el Liber Pontificalis), y bien lo manifiesta el fervor con el que habla en sus discursos de aquella Roma imperial sublimada por el cristianismo, que llama su patria:
"La que era maestra del error se hizo discípula de la verdad... Y aunque, acumulando victorias, extendió por mar y tierra los derechos de su imperio, menos es lo que las bélicas empresas le conquistaron, que cuanto la paz cristiana le sometió.

Y cuanto más tenazmente el demonio la tenía esclavizada, tanto es más admirable la libertad que le donó Jesucristo."

En el año 430 era ya arcediano de la iglesia papal, cargo que solía llevar la sucesión en el Pontificado. Y ya para entonces eran admiradas su sabiduría teológica, su elocuencia magnificente y su diplomacia habilísima.


En una legación a las Galias donde se preparaba la infecunda victoria de los Campos Cataláunicos sobre las hordas de Atila, le sorprendió la muerte del papa San Sixto III y su elevación al trono pontificio, acogida con grandes aclamaciones por el pueblo romano. Era el 29 de septiembre del 440.

Puso mano inmediatamente a la restauración de la disciplina eclesiástica, al fomento del culto católico y la liturgia, y a la enseñanza de los dogmas y su defensa, con tanta elocuencia y sabiduría como nos lo demuestran los discursos y cartas que de él conservamos.
La carta XV fue escrita a Santo Toribio de Astorga, que le consultó el modo de obrar con los herejes priscilianistas.

Aquellos días de San León Magno eran tan agitados y trágicos en la cristiandad, con violentas polémicas y herejías internas, como en el exterior, combatidos ambos imperios de Oriente y Occidente por las terribles invasiones de los bárbaros del Norte. En ambas situaciones la figura del Pontífice es soberana, grandiosa y eficaz.

Ecos de las herejías que desembocaron en Nestorio y fueron condenadas en Efeso, eran las de Eutiques, que sucumbían al error contrario.
Si Nestorio afirmaba que en Cristo había dos personas distintas, la humana y la del Verbo divino, que habitaba en el hombre como en un templo, y la unidad divina y humana no era mayor, según él, que la del esposo y la esposa unidos en una carne, Eutiques ponía en Jesucristo tal unidad que la persona humana estaba absorbida, fundida, convertida en la divina, quedando después de la unión solamente una naturaleza: es lo que se llamaba el monofisitismo.

Agriando polémicas y rivalidades de Alejandría y Constantinopla, la disputa se envenenó, y por añadidura se hizo intervenir en ella a las potestades civiles de los emperadores, entonces ya no poco entremetidos en los asuntos eclesiásticos.

Estalló violenta la cuestión en un sínodo celebrado en Efeso el año 449. Ya el año anterior, en un sínodo regional convocado por Dióscoro, patriarca de Alejandría, hizo una razonada acusación contra Eutiques el docto y bravo obispo Eusebio de Dorilea.

Un poco rezagado se presentó al fin Eutiques. Era archimandrita o superior de un gran monasterio cercano a la metrópoli: vino rodeado de muchos de sus 300 monjes y de soldados de la corte imperial.

Fue condenado, pero no se sometió: promovieron algaradas, llenaron la ciudad de pasquines y apelaron al Papa, primero Eutiques con Dióscoro, sucesor de San Cirilo de Alejandría, que con su ciencia y prestigio pudiera haber zanjado la cuestión.

Luego se les une el eunuco Crisafio, favorito del emperador, y destierran al patriarca Flaviano, que a duras penas logró enviar también su informe al Papa, que hábilmente demoraba la respuesta para ganar tiempo e informarse.
Escribió muy hábiles cartas a Eutiques, al mismo emperador, prometiendo un dictamen, que al fin fue la famosa Carta dogmática a Flaviano, de 13 de junio de 449, Magnífico y definitivo estudio teológico, que dejaba definida la cuestión y condenado el monofisitismo y afirmada la unión hipostática de las dos naturalezas en una sola persona divina.

No se aquietan los herejes ni los políticos. Convocan un nuevo sínodo en Efeso a los dos meses. El emperador impone la presidencia de Dióscoro y tiene como guardias armados a los monjes que acaudilla el fanático Bársumas. No se deja intervenir a los legados pontificios ni se lee la Epístola dogmática; son excluidos Flaviano y Eusebio, y, aterrados, votan la absolución de Eutiques 135 Padres conciliares.

Y aún no les basta: convocan nuevo Sínodo con mayores violencias: deponen al patriarca Flaviano y a Teodoreto de Ciro y Eusebio de Dorilea, defensores de la ortodoxia. Los ánimos se exaltan: alborotan los monjes, dan alaridos los herejes, arrastran los soldados al patriarca, llévanlo al destierro: a duras penas pueden huir los legados pontificios. Uno de ellos corre a San León Magno y le informa. También, antes de morir, Flaviano protesta ante el Pontífice.

León Magno escribe su epístola 93, en la que condena lo ocurrido y califica al sínodo de latrocinio efesiano, frase enérgica con la que pasó a la historia el inválido conciliábulo.

Intenta el Papa sosegar los ánimos; escribe a Teodosio II y a Pulqueria, emperadores de Oriente; procura la intervención de Valentiniano III, emperador de Occidente.

Pero con valor declara nulo cuanto se hiciera en los pasados sínodos, defiende a Flaviano y condena nuevamente las violencias de Dióscoro, que se apoyaba en Crisafio, favorito dominante del emperador.

La Providencia quiso remediar la situación y se vio clara la tragedia de los perseguidores de la recta doctrina. Crisafio, el eunuco, cayó en desgracia y fue ajusticiado, el emperador tuvo una caída mortal de su caballo. La emperatriz se casó con Marciano, hombre de paz que reprimió la audacia y violencias de los heresiarcas y llamó del destierro a los obispos perseguidos.
Inmediatamente escriben a San León Magno, haciéndole homenaje de admiración y obediencia, y le piden la convocación de un concilio ecuménico.

Realmente no hacía falta, respondió el Papa, puesto que ya la fe estaba definida en su Epístola dogmática. Pero accedió para mayor esplendor de la fe y solemne ratificación de sus definiciones: designó a sus legados, dos obispos y dos presbíteros, Lucencio, Pascasio, Basilio y Bonifacio. No admitió la legitimidad del patriarca Anatolio, entronizado en Constantinopla a la muerte de Flaviano, si antes no firmaba la sumisión a las decisiones papales; y dejó una presidencia subsidiaria a los emperadores para mantener el orden y prevenir los alborotos de los herejes.
Se sometió el patriarca nuevo y asistió en la presidencia a los legados pontificios.

El concilio, IV de los ecuménicos, se congregó en Calcedonia en octubre del 451. Asistieron 630 padres conciliares, de ellos cinco occidentales, dos africanos y los demás orientales. Más los representantes del Pontífice.

Ya en la primera sesión se presentó altanero Dióscoro con quince egipcios de su herejía, y tuvo la audacia de acusar al Papa: latravit, dicen expresivamente las actas, ladró contra San León Magno, pidiendo su excomunión.

Se levanta Eusebio de Dorilea y con enérgica y documentada elocuencia venera al Papa, acusa a Dióscoro, que, viéndose en evidencia y rechazado por la inmensa mayoría, prorrumpe con los suyos en denuestos e injurias y acusa de nestorianos a los mejores paladines de la fe. Y al momento la asamblea propone el enjuiciamiento de Dióscoro y sus adeptos.

Magnífica la segunda sesión, confesó la fe de Nicea, ratificó los doce anatemas de San Cirilo y, al terminar la lectura aclamada de la Epístola dogmática de San León Magno, prorrumpió en la famosa profesión de fe todo el Concilio.
—Esta es la fe católica. Pedro habló por boca de León: Petrus per Leonem locutus est.

Frase lapidaria que ha quedado como aclamación de la infalibilidad pontificia y acatamiento a su autoridad apostólica.

En las siguientes sesiones se condenó la herejía y la violencia de Dióscoro: el emperador le condenó al destierro, lo mismo que a Eutiques y los suyos.

Solemnísima fue la sesión sexta, con la presencia de los emperadores Marciano y Pulqueria. Se hizo solemne profesión de fe y de acatamiento al Papa. Marciano pronunció un discurso que había de emular al del emperador Constantino en el primer concilio universal, que fue el de Nicea: con elocuencia habló de la paz y de poner término a las discusiones y polémicas doctrinales.

Con ello se daba por terminado el concilio y los legados papales se retiraban, Pero quiso Marciano que se aclararan algunos puntos personales y de disciplina. En mal hora, pues subrepticiamente se incluyó entre los 28 cánones uno que, indudablemente, parecía igualar las sedes de Roma y de Constantinopla.
Llegadas las actas a Roma, protestaron los legados, y San León Magno solamente aprobó las decisiones dogmáticas y doctrinales.

Había salvado la fe ortodoxa con su autoridad, ciencia y prestigio San León Magno. Ahora le tocaba salvar a Roma.

Mientras acaba con sus aclamaciones el concilio de Calcedonia, ya por el norte de Italia avanzaban, entre incendios, matanzas y desolación, los bárbaros hunos acaudillados por el feroz Atila ;las frases consabidas de que "donde pisaba su caballo no renacía la hierba" y de que era "el azote de Dios" vengador de la disolución y pecados del imperio lascivo y decadente, encierran una realidad absoluta.
Vencida la barrera del Rhin, atravesados los Alpes, cruzando el Po, ya acampaban junto a Mantua las hordas bárbaras. En Roma todo era confusión, terrores y gritos de pánico. Sólo había una esperanza: la elocuencia y valor del Papa.

Se puso en camino hacia el Norte: algún senador y cónsul le acompañaban, tímidos, a retaguardia.

Y el Pontífice intrépido, revestido de pontifical y llevando el cruzado báculo en sus manos, se presenta en el campamento mismo de Atila : le pide piedad y, más, le intima la paz. Estupefacto el bárbaro caudillo le escucha y le atiende y hasta ordena la retirada, ante el pasmo de bárbaros y romanos.

Apoteósico fue el recibimiento del liberador en Roma. Grandes solemnidades y pompas triunfales lo celebraron.

Y para memoria perenne hizo San León fundir la broncínea estatua de Júpiter que señoreaba el Capitolio y labrar con sus metales una estatua de San Pedro, que es la que hoy se venera con ósculos en su pie a la entrada de la basílica principal del Vaticano.
Pero Roma no había escarmentado: seguía la corrupción, los juegos lúbricos, los espectáculos indecorosos, los desmanes de lujo y de procacidad hasta en las mismas aulas imperiales.

San León se quejaba y auguraba nuevos castigos vindicadores de la divinal justicia.

En un sermón del día de San Pedro, que siempre lo predicaba con un imponente estilo, noble y elegante, se quejaba de que, aun en aquella romana solemnidad, asistían más gentes a las termas y anfiteatros que a la basílica pontifical. Y les aplicaba la execración amenazadora del profeta: "Señor, le habéis herido y no quiso enterarse; le habéis triturado a tribulaciones, y no entiende la advertencia del castigo".

Y no se hizo esperar la nueva y más tremenda catástrofe.

Ahora venía del Sur: eran los vándalos terribles, cuyo nombre aún se repite como expresión de bárbaras mortandades y humeantes ruinas. Devastada el Africa de San Agustín, ocupadas las islas periféricas, desembarcados en la misma Italia, avanzaban sembrando la desolación y la muerte.

Pánico en Roma: desbandadas fugitivas encabezadas por el emperador Patronio Máximo, que asesinó a Valentiniano III y forzó a su viuda Eudoxia a unirse con él en apresurado matrimonio. Nada extraño que ella, desesperada, llamara al vándalo Genserico ofreciéndole a Roma con sus puertas desguarnecidas.

No dio tiempo al Pontífice a salirle al encuentro como a Atila; pero aún pudo presentarse al invasor y rogarle que, al menos, respetara las vidas y no incendiara la urbe. Así lo concedió; pero en quince días que duró la invasión es incalculable el número de atropellos, saqueos, depredaciones y desmanes que saciaron la voracidad y fiereza de aquellos vándalos. Era la primavera del 455: en su retirada se llevó cautivas a la emperatriz y sus hijas.

Los seis años que aún le quedaban de vida y pontificado los empleó el gran Papa en restaurar las ruinas y continuar su obra de disciplina y apostolado. Primeramente aún tuvo el rasgo de enviar sus presbíteros y limosnas al Africa desolada. Y en Roma predicó la caridad, más aún con sus crecidas limosnas que con sus sermones apremiantes.

Luego su labor de restauración de las tres grandes basílicas romanas y la erección de nuevos templos, dotándolos de vasos y ornamentos sagrados, y puso guardas fijos en los sepulcros de San Pedro y de San Pablo, que la ferocidad de los tiempos profanaba y saqueaba.

Celebraba con mayestática devoción las funciones litúrgicas y dejó su impronta en la misa, según recuerda el Liber Pontificalis, añadiendo palabras venerandas, como el Hostiam sanctam... rationabile sacrificium, y, sobre todo, no pocas oraciones, que, aun hoy, revelan en grandes festividades su intervención, estilo y sapiencia teológica.


Predicaba en las solemnes festividades, y aún se recuerdan, intercalados en el Breviario que diariamente rezan los sacerdotes, fragmentos de sus homilías y panegíricos, que admiran por el cursus o ritmo cadencioso y sonoro de su retórica prosa, siempre densa de majestad y doctrina. Sus 96 sermones y 143 cartas que nos han quedado son el broncíneo monumento que se erigió como Pontífice máximo.
El 10 de noviembre del 461 murió santamente. Había amplificado el culto, definido la fe, exaltado el primado pontificio en la universal Iglesia, hasta reconocido en las más famosas del Oriente, salvado a Roma incólume una vez, sin sangre y llamas otra. Subía el gran doctor a la Iglesia celestial, mientras la terrena iba a sufrir los desgarramientos e incursiones que abrían los tiempos de la más fervorosa cristiandad del Medievo.
Fuente: Año Cristiano, T.IV, Madrid. BAC. JOSÉ ARTERO

ORACIÓN

Pastor eterno, mirad con benevolencia a vuestro rebaño y guardadlo con protección constante por vuestro bienaventurado Sumo Pontífice León, a quien constituisteis pastor de toda la Iglesia.
Por J. C. N. S. carta de este gran Doctor de la Iglesia, que la Iglesia eligio en una de las lecturas de Adviento en la Liturgia de las Horas...no tiene desperdicio:
El misterio de nuestra reconciliación

De nada sirve reconocer a nuestro Señor como hijo de la bienaventurada Virgen María y como hombre verdadero y perfecto, si no se le cree descendiente de aquella estirpe que en el Evangelio se le atribuye.
Pues dice Mateo: Genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abrahán; y a continuación viene el orden de su origen humano hasta llegar a José, con quien se hallaba desposada la madre del Señor.Lucas, por su parte, retrocede por los grados de ascendencia y se remonta hasta el mismo origen del linaje humano, con el fin de poner de relieve que el primer Adán y el último Adán son de la misma naturaleza.

Para enseñar y justificar a los hombres, la omnipotencia del Hijo de Dios podía haber aparecido, por supuesto, del mismo modo que había aparecido ante los patriarcas y los profetas, es decir, bajo apariencia humana: por ejemplo, cuando trabó con ellos un combate o mantuvo una conversación, cuando no regio la hospitalidad que se le ofrecía y comió los alimentos que le presentaban.
Pero aquellas imágenes eran indicios de este hombre; y las significaciones místicas de estos indicios anunciaban que él había de pertenecer en realidad a la estirpe de los padres que le antecedieron.

Y, en consecuencia, ninguna de aquellas figuras era el cumplimiento del misterio de nuestra reconciliación, dispuesto desde la eternidad, porque el Espíritu Santo aún no había descendido a la Virgen ni la virtud del Altísimo la había cubierto con su sombra, para que la Palabra hubiera podido ya hacerse carne dentro de las virginales entrañas, de modo que la Sabiduría se construyera su propia casa; el Creador de los tiempos no había nacido aún en el tiempo, haciendo que la forma de Dios y la de siervo se encontraran en una sola persona; y aquel que había creado todas las cosas no había sido engendrado todavía en medio de ellas.

Pues de no haber sido porque el hombre nuevo, encarnado en una carne pecadora como la nuestra, aceptó nuestra antigua condición y, consustancial como era con el Padre, se dignó a su vez hacerse consustancial con su madre, y, siendo como era el único que se hallaba libre de pecado, unió consigo nuestra naturaleza, la humanidad hubiera seguido para siempre bajo la cautividad del demonio. Y no hubiésemos podido beneficiarnos de la victoria del triunfador, si su victoria se hubiera logrado al margen de nuestra naturaleza.

Por esta admirable participación ha brillado para nosotros el misterio de la regeneración, de tal manera que, gracias al mismo Espíritu por cuya virtud Cristo fue concebido y nació, hemos nacido de nuevo de un origen espiritual.
Por lo cual, el evangelista dice de los creyentes: Éstos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios.

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