domingo, febrero 08, 2009

54. ¿Qué es eso de Justicia? En Pablo, continuamente

En las cartas de San Pablo, sobre todo a los Gálatas y a los de Roma, encontramos muchas veces las palabras “justicia”, “justificación” y “justo”. Son importantísimas. ¿Hacemos un esfuerzo para entenderlas?... Porque se trata de algo capital al leer y estudiar a San Pablo.

Hemos de partir de algo que es fundamental.
Dios crea a Adán y Eva en su amistad, los eleva a la vida del mismo Dios y los destina a su misma gloria. Fue todo pura gracia, puro regalo. Dios no les debía nada, porque no debe nada a nadie. Por desgracia, vino el pecado, y Dios podía castigar sin remedio; pero usó misericordia con el hombre y la mujer pecadores en el paraíso, a los cuales prometía un Salvador.

¿Y cómo iba Dios a eliminar ese obstáculo del pecado, que quitaba la paz y la amistad de Dios? Fue por la muerte de Jesucristo en la cruz, porque Jesucristo intercedió por nosotros, y pagó la deuda que nosotros teníamos contraída con Dios.

Pablo es clarísimo:
“Todos pecaron y se hallan privados de la gloria de Dios. Y son justificados gratuitamente del todo, en virtud de la redención obrada en Cristo Jesús. (Ro 3,23-24)

La justificación se realizó por esta muerte de Jesús en la Cruz. El pecado quedaba per-donado, como lo dice San Pablo con unas palabras grandiosas:
“A Jesucristo, que no conoció el pecado, Dios lo hizo pecado por nosotros, a fin de que nosotros viniéramos a ser justicia de Dios en él” (2Co 5,21)

Es decir, Jesús inocentísimo tomó sobre Sí todos los pecados, como si Él fuera el grande y único pecador de la humanidad. Pero, como estábamos todos metidos en Jesucristo nuestro hermano, en Jesucristo nos perdonó Dios a todos. Fue una justificación totalmente de balde.

La muerte de Jesús quitaba el pecado. Y con su resurrección, al darnos el Espíritu Santo, Dios nos devolvía su vida, su amistad, su paz, su amor, y quedábamos transformados totalmente en justos, en santos. La justificación nuestra se realizaba de modo completo. ¡Y todo gratis!...

Quitado ese estorbo del pecado, y recibido el Espíritu Santo por la fe y el bautismo, el cristiano queda convertido en justo, y se establece la paz y la amistad entre Dios y nosotros, con la esperanza firme en la gloria futura, pues sigue San Pablo:
“Justificados por la sangre de Jesús, seremos también salvados por medio suyo” (Ro 5,9)

Sigue Pablo diciendo a los Romanos con aire casi triunfal:
“Antes eran esclavos del pecado. Pero ahora, liberados del pecado, han quedado esclavos de la justicia” (Ro 6,16-18)

Pablo usa una comparación interesante. El esclavo que quería la libertad iba ahorrando dinero, y cuando tenía la cantidad requerida la depositaba en el templo del dios que fuera. Llevaba allí a su dueño, que recibía el dinero y entregaba el esclavo a la divinidad. El dios dejaba entonces en libertad al esclavo, y éste se convertía en un “liberto del dios”.

Los lectores de Pablo entendían esto perfectamente. Insolventes nosotros, Jesucristo con su sangre pagó al Padre nuestra deuda, el Padre nos dejaba libres del pecado y de la condenación, y nosotros pasábamos a ser esclavos de Dios, con libertad de hijos, pero deudores de la justicia, de la santidad.

¡Bendita nuestra esclavitud actual! ¡Esclavos de la santidad! ¡A ser santos ahora, así como antes éramos pecadores!...

¿Qué significan, entonces, esas tres palabras que hemos dicho al principio??

  • “Justicia” es la paz que hay entre Dios y el hombre.
  • “Justificación” es el acto con Dios perdona la deuda, y hace las paces con el pecador.
  • “Justo” es el que vive y está en paz con Dios.

    ¿Cuál era la vida de aquellos paganos del Imperio Romano antes de convertirse? Pablo los describía así:
    “Impuros, idólatras, adúlteros, afeminados, homosexuales, ladrones, avaros, borrachos, ultrajadores, explotadores”.

    Y les añade a los de Corinto, aunque sin ofenderles:
    “Y esto eran algunos de ustedes” (1Co 6,9-10) Hasta que se les echó encima santidad de Dios y los convirtió en santos.

    ¿Qué les toca ahora? Con la comparación de antes, hay que decir: ¡Cambiar de dueño!
    Antes eran esclavos de la culpa y de Satanás. Ahora son esclavos de la santidad y de Dios. Todas las energías que antes gastaban sirviendo al mal, ahora las gastan en servir a todas las virtudes cristianas.
    Antes, esclavos de la culpa, ¡qué pena!
    Ahora, esclavos de la santidad, ¡qué gloria!

    Esto es la justicia: es estar en paz y amistad con Dios, porque ya no existe entre Dios y el hombre la valla o el muro que los separaba.

    Es un caminar por la santidad bajo la mirada complacida de Dios. Es un esperar con seguridad y con gozo la gloria futura, la salvación completa, pues sigue diciendo Pablo:

    “Así como reinó el pecado para muerte, así reina la justicia para la vida eterna, por Jesucristo Señor nuestro” (Ro 5,21)

    En San Pablo, una idea fundamental, importantísima, sobre la justicia de Dios, es ésta:

    La justificación es totalmente gratuita. Dios no nos debía nada. Estábamos perdidos sin remedio. Pero Dios, “rico en misericordia”, nos justificó, nos santificó, absolutamente de balde.

    La santidad que nos comunicó fue un completo regalo. No se debió a ninguna obra buena que nosotros hubiéramos hecho. Por eso se llama “gracia”, “regalo” “don”
    Pero viene después otra cosa.

    Una vez justificados, nosotros aumentamos la justicia, la santidad, con nuestras obras. Obras que hacemos con la ayuda de Dios. Es la fe que actúa movida por el amor (Ga 5,6) *

    De esta manera, Pablo se atreve a decir a cada uno, igual que a su discípulo más querido:
    “Corre detrás de la justicia, de la fe, de la caridad, de la paz con cuantos invocan al Señor con puro corazón” (2Tm 2,22)

    ¡Hay que ver lo que significa esta palabra, “justicia” en la mente de San Pablo! Bondad inmensa de Dios, que todo nos lo da gratis, con fidelidad a su propia palabra. Fe y confianza en Dios, que nos amó cuando aún éramos injustos y pecadores (R 5,8-9) Generosidad nuestra, para responder con nuestras obras a lo que exige la fe.

    ¡Dios justo, Dios santo! ¡Haznos justos, haznos santos por Jesucristo!

    ¡Y guárdanos en tu justicia, en tu santidad, hasta la vida eterna!... 

  • 53. ¿Arrancar del pecado? Extraño, pero es así

    Aquel sacerdote profesor de Biblia, explicando la carta de San Pablo a los Romanos, un día se metió con el “pecado”, y una alumna linda y buena, interrumpió:

    - ¡Uff, qué palabra! Qué mal pega en medio de tanta gracia, de tanto amor, de tanta vida cristiana, de tanta belleza sobre Jesucristo. ¿No la podría pasar por alto, Padre?...

    El profesor le sonrió cariñosamente:
    - Precisamente por eso la traigo. Porque Pablo en esta carta, ya desde la primera página, arranca de esta palabra tan tenebrosa y tan tétrica para llegar a la Gracia y a Jesucristo.

    Al mundo moderno hay que meterle la noción de pecado que ha perdido. Y hay que hacerlo, como lo hace Pablo y lo queremos hacer nosotros, así: sustituyéndola definitivamente por la gracia, por Jesucristo.

    En el grupo se hizo silencio, y continuó el sacerdote por donde quería acabar, con pala-bras del mismo San Pablo:

    Saben que “la paga del pecado es la muerte” (Ro 6,23) Pero ahora, libres del pecado y esclavos de Dios, ustedes fructifican para la santidad, cuyo fin es la vida eterna.

    Es muy gráfica esta comparación del pecado y la muerte. Pablo ve a los pecadores, que lo éramos todos, como los soldados en fila, firmes, esperando la “soldada”, es decir, el jornal que el comandante en jefe del ejército les pagaba por el servicio prestado. Aquí el pecado es el general que paga a cada uno lo suyo. Va pasando por sus soldados en fila, y les va entregando a cada uno su salario:

    - ¡Toma, la muerte! Esta es mi paga…

    Ante esta actitud del pecado, que paga el sueldo con la muerte, Pablo mira a Dios que va diciendo a cada uno de los suyos:

    - ¡Toma, la vida eterna! Esta es mi paga para los que están en mi Gracia por Cristo Jesús.

    Por extraño que nos parezca, el tema del que arranca toda la gran Epístola de Pablo a los Romanos es el pecado, desgracia suma del hombre, que no tenía remedio alguno. Menos mal que vino la gracia de Dios, totalmente gratuita, merecida por Jesucristo, y con ella la salvación.

    Una salvación tan asombrosa que hace exclamar a Pablo con voz de triunfo: “Todos pecaron y todos están necesitados de la gracia de Dios” (Ro 3,23).
    “Pero donde abundó el delito sobreabundó la gracia” (Ro 5,20)

    Por lo mismo, la misericordia de Dios fue inmensamente mayor que nuestra malicia.
    Dios se empeñó en salvarnos a toda costa.

    La muchacha del “¡Uff, qué palabra!” fue la primera en aplaudir al profesor:
    -¡Qué bien! ¡Siga! Esto es magnífico…

    Y el profesor siguió.

    Ante todo, ¿qué es el pecado tal como lo ve el Apóstol? Lo que sabemos todos. Es el obstáculo, el estorbo, el muro que nos separa de Dios. Amistad con Dios y pecado son dos cosas imposibles, que jamás pueden ir juntas.

    El pecado, tantísimo pecado -el personal como el de toda la colectividad humana-, había debilitado de tal modo la naturaleza y había enrarecido tanto el ambiente moral del mundo, que el pecado se convirtió en la actividad normal del hombre y de la mujer.

    El pecado se había hecho universal, reinaba en el mundo entero, hasta poder asegurar lamentablemente Pablo:
    “Todos nosotros vivíamos así sumidos en los pecados y éramos por naturaleza hijos de ira” (Ef 2,1-3)

    La humanidad vivía en el pecado como en su ambiente normal. A un pecado seguía otro y otro en cadena interminable hasta constituir una situación de desespero.

    Se lee el capítulo primero de la Carta de Pablo a los Romanos, y hace estremecer el cuadro que presenta. Así era el mundo. Así lo veía Dios. ¿Y qué iba a hacer?... ¿Ira sobre ira, castigo sobre castigo, hasta parar todos en una condenación irremediable?...

    Dios, “el rico en misericordia”, como lo llama Pablo, no iba a perdernos a nosotros como podía hacerlo en justicia, dando de esa manera la victoria a Satanás por quien entró el pecado en el mundo.

    Y entonces, en vez de aplicarnos una desgracia inmensa, prosigue Pablo,
    “cuando estábamos nosotros muertos por los pecados, nos vivificó con la gracia de Cristo, por la cual hemos sido salvados” (Ef 2,4-5)

    Se vislumbra el triunfo de Dios. Pablo habla con el lenguaje de la Biblia y se remonta al primer pecado del paraíso. Satanás había triunfado de momento. Pero la maldita serpiente tuvo que oír allá en el jardín:
    “Un hijo de la mujer te machacará la cabeza” (Gn 3,15)

    Vendrá ahora Pablo, y clamará triunfalmente:

    “Así como por el delito de uno solo, Adán, todos los hombres quedan reos de condenación, así por la justicia de uno solo, Jesucristo, todos los hombres alcanzan la justificación, que es vida” (Ro 5,18)

    Ya tenemos aquí desplegadas las banderas de la victoria. Contemplando a la humanidad caída, todo eran lamentaciones inútiles, dice Pablo:
    “Las pasiones de los pecados actuaban en nuestros miembros para llevarnos a la muerte” , “Porque la muerte es la paga del pecado” (Ro 7,5; 6,23)

    Ante semejante desgracia, grita el pecador en el desespero:
    “¡Infeliz de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de pecado y de muerte?”…

    Y viene la respuesta gloriosa:
    “¡La gracia de Dios por Jesucristo Señor nuestro!” (Ro 7,24-25)

    Ante esto, ¿quién se va a perder en adelante?... ¡Nadie! Se pierde sólo el que no quiera aprovechar la Redención de Jesucristo. Sólo el que no acepte el perdón que le ofrece Dios por la sangre de su Hijo.

    San Pablo lo dice con dos frases triunfales:

    “¡Donde abundó el delito, sobreabundó la gracia!”.
    “¡Y gracias sean dadas a Dios por Jesucristo Señor nuestro!”
    (Ro 5,20 y 7,25)

    ¿Le damos o no le damos la razón a Pablo cuando nos dicta esas palabras triunfales?...



    Puedes encontrar todas las reflexiones anteriores de San Pablo en esta dirección.
    Y en www.evangelicemos.net

  • Preguntas o comentarios al autor P. Pedro García Cmf 
  • 52. ¡Fe! Vivir de la fe. El tema de toda la carta

    Fuente: Catholic.net
    Autor: Pedro García Misionero Claretiano

    El Papa Benedicto XVI estableció el Año del Apóstol San Pablo, comprendido entre las fechas 28 de Junio del 2008 al 29 de Junio del año 2009, para conmemorar el Bimilenario del nacimiento de Pablo, el hombre más providencial que Dios regaló a la Iglesia naciente.

    En las meditaciones de los
    lunes y miércoles realizaremos un modesto programa que pretende dar a conocer la vida del Apóstol y exponer en forma sencilla la doctrina cristiana de sus cartas inmortales, las catorce clásicas, incluida la de los Hebreos, la cual contiene claramente de principio a fin el pensamiento paulino, y encontrar por nosotros mismos las enseñanzas que Pablo nos transmite a todos. Pedro García Misionero Claretiano.


    __________________________




    Hubo un Santo en nuestro tiempo, clavado horas y más horas del día en el confesonario, que repetía convencido y machacón a todos sus penitentes: -¡Fe, fe!

    ¡Mucha fe!...

    ¿Se equivocaba San Leopoldo Mandiç, el sacerdote capuchino que pasó su vida oyendo confesiones?... San Pablo, desde el Cielo, le debía aplaudir cada vez que lo aconsejaba. Porque Pablo afirma categóricamente:
    “El justo vivirá de la fe” (Ro 1,17)

    Pase lo que pase, “quien tiene fe está plenamente convencido de lo que espera”, sin dudar jamás, porque Dios lo ha dicho y con esto es bastante, aunque no se vea nada (Hb 11,1)

    Fe en el Dios que nos ama.
    Fe en Dios que nos perdona.
    Fe en el Dios que nos salva.

    Quien tiene fe, alimenta una confianza inquebrantable en que Dios no le va fallar en ninguna de sus promesas:
    “Porque es fiel el que los ha llamado y es él quien lo hará” (1Ts 5,24), asegura Pablo, porque sabe que Dios cumplirá su palabra.

    Quien tiene fe, “la cual actúa por la caridad” (Gal 5,6), no se amodorra en la inacción ni le deja a Dios que lo haga todo Él, sino que se pone en la mano de Dios para realizar siem-pre obras que agradan a Dios y con las cuales alcanza la perfección cristiana.

    Quien tiene fe, está plenamente convencido de que “Cristo habita por esa fe en nuestros corazones, arraigados y cimentados en el amor” (Ef 3, 17), y entonces deja traslucir a Cristo en todo lo que hace.

    Todo esto dice que la fe profesada por el cristiano es una convicción profunda en la palabra de Dios, y no un simple sentimiento que le hace dejar a Dios de una manera vaga el problema de la salvación.

    La fe enseñada y exigida por Pablo es el motor que lleva al cristiano a cumplir siempre la ley del Evangelio,
    “abundando en toda obra buena” (2Co 9,8), de manera que su fe no es algo muerto, sino vida de su misma vida.

    Para San Pablo, todo el misterio de la fe recae sobre la Persona de Jesucristo, el cual encierra toda nuestra esperanza, la gloria que nos aguarda en herencia, la grandeza inconmensurable de su gloria.
    ¿Y cómo se va a conocer todo esto, que supera todo el poder del entendimiento humano?

    San Pablo lo dice muy bellamente a los de Éfeso:
    “Porque Dios ilumina los ojos de sus corazones” (Ef 1,18)

    La Biblia de Jerusalén lo comenta con mucho acierto:

    - Dios conoce el corazón, y el cristiano ama a Dios con todo el corazón;
    - Dios ha depositado en el corazón del cristiano el don del Espíritu Santo;
    - Cristo por la fe habita en nuestro corazón;
    - los limpios de corazón, los sencillos, los humildes, conforme a la palabra de Jesús, verán a Dios, porque están abiertos sin limitaciones a la presencia y a la acción de Dios.

    La fe tiene y tendrá siempre misterios, pero esos ojos del corazón de que habla Pablo, sencillos y puros, escrutan mucho en las profundidades de Dios. Alma limpia y corazón que ama tiene unos ojos mucho más avizores que el cerebro…

    San Pablo pide un esfuerzo para llegar a la firmeza de la fe,
    “hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios” (Ef 4,13)

    Porque esos ojos del corazón, por muy claro que vean, siempre tienen por delante la os-curidad.
    “A Dios no lo ha visto nadie nunca”, dice Juan apenas abre su Evangelio (Jn 1,18) Por eso la fe se basa en la palabra de Dios, que ni se engaña ni puede mentir.

    Podrán venir dudas de fe, como las han experimentado los mayores Santos. Resulta trágico leer las vidas de Vicente de Paúl, Teresa del Niño Jesús, o la Madre Teresa de Calcuta… Metidas sus almas en una noche oscurísima, les venía a la mente:

    - ¡No existe nada! ¡Todo es mentira!

    ¡Después de la muerte sólo está el vacío! ¡Es inútil todo lo que hago!... A estas expresiones podemos reducir lo que se decían esos gigantes de la santidad. El mismo Pablo confiesa de sí mismo:
    “Me vi abrumado sobre todas mis fuerzas de tal manera que me daba hastío hasta el vivir” (2Co 1,8)

    Sin embargo, estos Santos nunca fallaron en la fe. ¿Por qué?... Porque una cosa tenían clara, clarísima: -¡Dios lo ha dicho! ¡Dios lo quiere!...

    Y con su palabra tenían bastante. Todos ellos se decían lo de Pablo:
    “Sé bien en quién tengo puesta mi fe, y estoy seguro de que me conservará fiel hasta el fin” (2Tm 1,12)

    La fe no trata de “comprender” lo que Dios ha dicho, porque el entendimiento humano nunca llegará a ello; sino que trata de “aceptar” lo que Dios dice, aunque pareciera un absurdo.

    Pablo se gloriaba de la fe activa de sus discípulos, como los de Tesalónica, una Iglesia tan querida suya:
    “Tenemos presente ante nuestro Dios y Padre el obrar de su fe”.

    Unas obras de fe que no debían ser tan fáciles, cuando les añadía:
    “Conozco el trabajo difícil de su caridad y la tenacidad de su esperanza en Jesucristo nuestro Señor” (1Ts 1,3)

    Aquí se ve cómo el creer es de valientes y generosos. El entendimiento acepta sin titubeos ni dudas la fe que Dios le propone. Y entonces la voluntad, movida siempre por el amor, convierte la fe en abundante cosecha de obras agradables a Dios.

    Todos los testimonios de San Pablo hacen ver clara una cosa, fundamental en el cristianismo, a saber: - La fe no es una confianza vaga en un Cristo que nos va a salvar sin hacer nosotros nada.

    Muy al contrario, la fe es una fuerza incoercible, imposible de resistir, que lleva al amor, el cual impulsa al cristiano a actuar siempre, a abundar en obras de santidad. Si se cree en Cristo, se quiere hacer algo por Él. Si se ama a Cristo, el amor de Cristo no deja estar quietos.
    Fe dormida es una fe muerta.

    La luminosa carta a los Hebreos dirá que
    “sin fe es imposible agradar a Dios” (Hb 11,1) Y al revés, la fe es una satisfacción inmensa que se le tributa al Dios a quien no se ve. ¡Hay que ver la gloria que se le da a Dios cuando se le puede decir: ¡No veo, pero creo!

    ¡Hay que ver el mérito que encierra el profesar: ¡No veo, pero creo sin titubeos!
    Y así las cosas, nos convencemos de la razón que tenía aquel Santo cuando repetía a to-dos hasta cansarlos: “¡Fe! ¡Fe! ¡Mucha fe!”... 

    51. La carta magna a los Romanos. Lo mejor de lo mejor

    Fuente: Catholic.net
    Autor: Pedro García Misionero Claretiano

    El Papa Benedicto XVI estableció el Año del Apóstol San Pablo, comprendido entre las fechas 28 de Junio del 2008 al 29 de Junio del año 2009, para conmemorar el Bimilenario del nacimiento de Pablo, el hombre más providencial que Dios regaló a la Iglesia naciente.

    En las meditaciones de los
    lunes y miércoles realizaremos un modesto programa que pretende dar a conocer la vida del Apóstol y exponer en forma sencilla la doctrina cristiana de sus cartas inmortales, las catorce clásicas, incluida la de los Hebreos, la cual contiene claramente de principio a fin el pensamiento paulino, y encontrar por nosotros mismos las enseñanzas que Pablo nos transmite a todos. Pedro García Misionero Claretiano.



    ______________________




    ¡Roma, Roma!... El sueño dorado y más metido en la cabeza de Pablo, el cual se va diciendo a todas horas:

    - Ya no me queda nada que hacer por estas regiones; desde Jerusalén hasta la Iliria lo he llenado todo con el Evangelio de Cristo. Es la hora de ir a Roma. ¡Roma, Roma!...

    En el apacible invierno del 57 al 58 que pasa en Corinto, pacificada del todo su Iglesia y apegados los fieles a Pablo, el Apóstol aprovecha el tiempo para escribir con calma la que será su carta magna, como una presentación de la visita que quiere hacer a la Capital del Imperio. La carta más pensada, más serena, más rica de todas las que salieron de su pluma.

    - ¡Cuántas ganas que tengo de verlos, amigos! Y creo que ahora ha llegado la ocasión. Acabada la misión que debo hacer en Jerusalén, y de camino para España, voy a poder realizar el viaje tan esperado y pasar por ustedes para visitarlos. Porque su fe es alabada en el mundo entero, y tengo enormes deseos de conocerles para compartir con ustedes la alegría de nuestra fe común.

    ¡Gracia y paz a ustedes, llamados por Jesucristo, a los que Dios amó y convocó para ser santos!...

    Desde el principio se ve que esta carta va a ser totalmente diferente de las otras: efusión del corazón, mucha doctrina, ninguna reprensión, estímulos grandes para la vida cristiana.

    Ya en las primeras líneas descubre Pablo todo su pensamiento:

    - ¡Vivan de la fe! ¡Entréguense a Dios por la fe! Porque el justo vive de la fe.

    Mira Pablo al mundo pecador, y traza un cuadro negro como una noche. Todos han caído en una esclavitud nefanda, lo mismo los griegos paganos que los judíos a quienes Dios se había revelado. Tan pecadores los unos como los otros, todos están necesitados de la gracia de Dios si quieren salvarse. A los griegos no les vale nada su sabiduría. A los judíos les resuelta inútil la Ley de Moisés.

    Es inútil que paganos y judíos quieran salvarse por sus propias fuerzas. Cuando hayan visto que no hay nada que hacer, gritarán:

    - ¿Quién me librará de esta situación irresistible en que me tiene mi cuerpo mortal y de pecado?...

    Entonces se darán cuenta del remedio único que Dios les brinda, y exclamarán esperanzados y gozosos:
    -¡La gracia de Dios por el Señor Jesucristo!...

    A esto se reducen esos siete capítulos primeros de esta carta magnífica:

    Es cierto que cuesta seguir toda la exposición de Pablo, que parece la hubiera escrito sólo para estudiosos que habrían de discurrir mucho.

    En estos primeros capítulos, dentro de su dificultad, ha ido soltando Pablo sentencias y consejos luminosos.

    “Dios dará a cada cual según sus obras. A los que perseveran en el bien buscando su gloria, les revestirá de gloria, honor e inmortalidad en una vida eterna”.

    ¡Adelante, por lo mismo, pues vale la pena trabajar!...


    “Nuestra esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado”.

    Esperanza y amor. Con tales sentimientos en el corazón, ¿quién no v a ser feliz?...


    “La prueba de que de Dios nos amó está en que Cristo, siendo nosotros pecadores, murió por nosotros”.

    Con un Dios así, con un Redentor de tal categoría, ¡qué poco miedo puede dar un Dios tan bueno!...


    “Cristo, resucitando de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio alguno sobre él; porque el morir por el pecado fue de una vez para siempre, mientras que, resucitado, vive eternamente con Dios y para Dios”.

    Jesucristo, el triunfador total. Todos los enemigos son puros muñecos en sus manos…

    Acabados esos capítulos, llegaremos al incomparable capítulo octavo de esta carta. Es lo más sublime, ardiente y triunfal salido de la pluma de Pablo:

    “Somos hijos de Dios, y clamamos siempre: Abbá! ¡Padre! ¡Papá!”...
    “El Espíritu Santo ora dentro de nosotros con gemidos inenarrables”…
    “A nosotros, a los que Dios predestinó, los llamó, los justificó, los glorificó”…
    “¿Y quién nos separará del amor de Cristo? ¡Nada ni nadie podrá arrancarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro!”…


    Termina aquí Pablo la exposición doctrinal de su grandiosa carta y le sale al encuentro el problema judío:
    - ¿Qué va a ser de Israel? ¿Perdido para siempre ante Dios?...

    En medio del dolor, Pablo viene a entonar un himno de esperanza:
    - ¡Tranquilidad¡ ¡Paz! Israel es el pueblo elegido, y su grandeza es la más encumbrada a que haya subido nación alguna.

    Llegará el momento en que el pueblo judío creerá, su entrada en el mesianismo será en masa, “y todo Israel será salvo, porque los dones y el llamamiento de Dios son irrevoca-bles”.


    Todo lo que sigue después en la carta y hasta el final es una calurosa exhortación, facilísima de leer y entender, sobre la vida cristiana:

    -¡Ofrézcanse al Señor como hostias agradables de sacrificio espiritual!
    -¡Sean humildes!
    -¡Sean constantes en la oración!
    -¡Ámense cordialmente los unos a los otros!
    -¡No te dejes vencer por el mal, sino vence al mal con el bien!
    -¡Acójanse unos a otros, como Cristo los acogió para gloria de Dios!
    -¡Sométanse con gusto a las autoridades!
    -¡Luchen conmigo en sus oraciones, rogando a Dios por mí!
    -Y no olviden esto: que ninguno de nosotros vive para sí mismo, ni tampoco nadie muere para sí mismo. Porque si vivimos, vivimos para el Señor; y si morimos, morimos para el Señor. Porque Cristo murió y resucitó para esto: para ser el Señor de los vivos y de los muertos.

    Por medio de Pablo, Dios nos hizo un regalo inmenso con esta carta, foco de luz indeficiente, y que acaba de manera también solemne:

    “¡A Dios, el único sabio, por Jesucristo, sea dada la gloria por los siglos de los siglos! Amén”.

    50. En la Cruz de Cristo. Sin altas teologías

    Fuente: Catholic.net
    Autor: Pedro García Misionero Claretiano

    El Papa Benedicto XVI estableció el Año del Apóstol San Pablo, comprendido entre las fechas 28 de Junio del 2008 al 29 de Junio del año 2009, para conmemorar el Bimilenario del nacimiento de Pablo, el hombre más providencial que Dios regaló a la Iglesia naciente.

    En las meditaciones de los
    lunes y miércoles realizaremos un modesto programa que pretende dar a conocer la vida del Apóstol y exponer en forma sencilla la doctrina cristiana de sus cartas inmortales, las catorce clásicas, incluida la de los Hebreos, la cual contiene claramente de principio a fin el pensamiento paulino, y encontrar por nosotros mismos las enseñanzas que Pablo nos transmite a todos. Pedro García Misionero Claretiano.


    ________________________



    Si tomamos en la mano cualquier estudio sobre la Cruz de Cristo, tal como lo expone San Pablo, nos quedamos sorprendidos por la profundidad que encierra semejante misterio...

    No lo entenderemos nunca, desde luego. Un Dios que se hace hombre para morir en una cruz…, eso no cabe en ninguna cabeza. Pero así fue. Dejemos a los teólogos que discurran y discurran. Nosotros vamos a hacer otra cosa.

    Miramos las veces que Pablo suelta de su pluma la palabra “Cruz” y, sin darnos cuenta casi, habremos adivinado intenciones secretísimas de Dios sobre ese hecho incomprensible de un Dios que muere en el último de los suplicios. Hablemos sin orden especial alguno.

    Empieza Pablo escribiendo a los de Corinto:
    No quise saber entre ustedes otra cosa sino a Jesucristo, y Jesucristo Crucificado (1Co 2,2)

    Para Pablo, la ciencia suprema es Jesucristo. Pero, ¿por qué precisamente Crucificado? Porque en la Cruz manifestó Dios su sabiduría, inimaginable para el mundo.

    Nos colocamos en el mundo de entonces, ¿y cómo juzgan los hombres a ése que cuelga de un madero, y es anunciado como Salvador?

    Los judíos comentan:
    - ¿Jesús?... ¡Un maldito de Dios! La Biblia lo dice bien claro:
    ¡Maldito quien cuelga de un madero! (Dt 21,23). Pablo, con ese Cristo vete a otra parte…

    Los griegos se ríen:
    - ¿Un Dios ajusticiado en la cruz? Tu, charlatán: anda con ese cuento y esa necedad a predicar a tontos. A nosotros, no.

    Pero Pablo se mantiene en las suyas:
    -
    Nosotros predicamos a un Cristo crucificado, escándalo para los judíos, locura para los gentiles. Pero para nosotros, los llamados a la fe, tanto judíos como paganos, el Cristo de la Cruz es fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque la locura divina es más sabia que los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que todos los hombres juntos (1Co 1,23-25)

    Por eso cayeron en la trampa los jefes del pueblo al entregar a Jesús a la muerte de cruz. A pesar de lo listo que es, se engañó el mismo Satanás, que manejaba los hilos.
    De haberlo sabido el demonio y los jefes - pero no podían comprenderlo-,
    “nunca hubieran crucificado al Señor de la Gloria” (1Co 12,8)

    De aquí viene la decisión de Pablo, contra el parecer de griegos y judíos:
    -
    ¿Saben por qué no hice alarde de elocuencia al anunciarles el Evangelio? ¡Para no restar fuerza a la cruz de Cristo! Si hubiera predicado con elegancia retórica, hubieran hecho caso a mis palabras bonitas, no la verdad de Dios. (1Co 1,17)

    A otros predicadores presumidos, Pablo les echa en cara:
    ¡Se acabó el escándalo de la cruz!”. Con su manera de predicar, anuncian a un Cristo adulterado, al adulterar la palabra de Dios. (Gal 5,11; 2Co 4,2)

    Y explica bien claro lo que le ocurrió en Corinto:
    Por eso, hermanos, cuando llegué a ustedes, no fui con el prestigio de la palabra o de la sabiduría a anunciarles el misterio de Dios, pues no quise saber entre ustedes sino a Jesucristo, y éste crucificado. Y me presenté ante ustedes débil, tímido y tembloroso. Y así mi palabra y mi predicación no se apoyaban en persuasivos discursos de sabiduría, a fin de que su fe se fundase, no en sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios. (1Co 2,1-5)

    A los fieles de Galacia, que creyeron a aquellos predicadores embusteros, Pablo les echa en cara:
    ¡Gálatas insensatos! ¿Quién les ha fascinado a ustedes, a cuyos ojos fue presentado Je-sucristo crucificado?. ¿Tan necios son, que se van detrás de otro Cristo falsificado, predicado por esos que son, “y lo digo llorando, enemigos de la cruz de Cristo, destinados a la perdición?” (Gal 3,1; Flp 3,18-19)

    Pablo desenmascara a los evangelizadores que no se apoyan en la Cruz de Cristo.
    -
    ¿Saben por qué lo hacen? Actúan así “con el único fin de evitar la persecución por la cruz de Cristo. (Gal 6,12)

    Aquí está la razón suprema de todos los enemigos de Cristo. La Cruz estorba, naturalmente. Quien ama a Cristo Crucificado, se abraza también con la propia cruz.

    Si el mundo busca comodidad y placer…; si va detrás de la vanidad y el orgullo…; si rehuye todo lo que signifique sacrificio…, entonces, lo mejor es no mirar la Cruz, trae más cuenta olvidarla, y, si es preciso, destruirla como han hecho todas las revoluciones sociales anticristianas.

    Pablo, que lo sabe muy bien, hace y enseña hacer todo lo contrario: enamorarse de la Cruz de Cristo. Sus palabras, para el pensar del mundo, resultan desconcertantes. Como cuando dice:

    ¡Lejos de mí gloriarme sino en la cruz de mi Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo! (Gal 6,14)

    Mi hombre viejo, lo que yo era antes de mi conversión, “ha sido crucificado con Cristo, para que el pecado quede destruido. (Ro 6,6)

    ¿Qué me importa entonces el mundo, si me puede perder?
    ¿Y que le importo yo al mundo, si voy siempre contra corriente de lo que él hace?
    El mundo me interesa sólo para llevarlo a Cristo.
    Digo con toda verdad: “Yo, Pablo, estoy crucificado con Cristo… Porque los que son de Cristo han crucificado la propia carne con sus concupiscencias”
    (Gal 2,19; 5,21). *

    Pablo mira la Cruz con una simpatía enorme.
    ¿Por qué no? Por ella nos vino la salvación, al hacerse Cristo obediente hasta la muerte, y una muerte de Cruz. (Flp 2,6)

    En la Cruz de su Hijo, “Dios clavó y dio por anulada la escritura de condenación que pe-saba contra nosotros”, y “por la sangre de Jesús concedió la paz a un mundo que estaba dividido” (Col 2,14; 1,10)

    Ahora, en la Cruz de Cristo, todos los hombres se sienten hermanos.

    Realmente, mirando la Cruz podemos decir, más que nunca, que nuestros pensamientos no son los pensamientos de Dios. El misterio de la Cruz se entiende sólo cuando se la mira con ojos de fe.

    Y amar la Cruz, ¡por difícil que sea! solamente se consigue cuando en el corazón hay un amor grande a Jesucristo.